Desde la Santa Transición, que ha resultado autoritariamente cultural y democráticamente apolítica, y con su Santa Televisión Pública, los encierros de San Fermín se corren en vivo por toda España. Gracias a la tele, los sanfermines son lo que aún le queda a España para reconocerse, si quiere, en una tradición cultural común. Es más, si
Nicanor Parra hubiera hecho uno de sus artefactos sobre España, sería algo así como la fina silueta de un toro astifino trazada sobre el plástico de una litrona y con el texto: "
Viva San Fermín, Gora España".
Gracias a la tele, muchos crecimos con el anhelo de una larga carrera en Estafeta, al tranco de la voz silenciada de Javier Solano y al ralentí con la canción de Runrig o de Barricada. Veíamos al pequeño Boti agigantarse entre la manada en Santo Domingo, y a Oteiza peinar un hueco imposible tras la curva y mantenerlo hasta lo indómito de sus rizos; muchos quisimos ser el gran David y diseñábamos para nuestro propio corredor del futuro camisetas inspiradas en la suya verdiblanca; otros imitábamos el sprint eléctrico de Eguiluz, que era como un Roberto Carlos de blanco y rojo; alucinábamos con la torería de Castander para estar estoico como el bolso de Soraya entre dos toros sueltos; nos impresionaban las vigorosas zancadas de Jokin y Julen y su pavorosa quietud al hilo de los pitones, que era como si, con ellos dos, hubiera ocho toros; y crecíamos a la vez que lo hacía el portentoso Lecuona.
Y lo mejor era que sólo supimos sus nombres cuando, mucho más tarde, almorzábamos con ellos, puesto que el encierro, en la tele y en esencia, debe ser anónimo. Hasta entonces, eran el "bajito de Santo Domingo", "el de los rizos", "el de verde y blanco" o Julen, porque Julen era tan famoso y su genio era tal que si hubiera nacido guiri, tendría su propia película en la que dejaría a John McClane a la altura woke de un personaje de Eduardo Casanova.
Conocimos que existen los Dolores, los temidos Cebaditas, los legendarios Miuras y una pléyade de ganaderías acabadas en Domecq. Sabíamos que al girar la cámara del Ayuntamiento hacia Mercaderes el contraluz nos cegaría y el bollo pringao temblaría sobre el colacao; que el extremismo en la curva se pagaba caro y que quedarse varado en su centro costaba aún más; y, en cambio, que más valía quedarse quieto en el suelo, que erguirse, que por eso un toro mató a Matthew Peter Tassio; y que el guiri era una absoluta jodienda de la que Hemingway tenía la culpa.
Sobre todo, aprendimos que el único sentido de esa carrera matutina es la lidia y muerte vespertinas del toro, por mucho que un Cebadita se volviera hasta los corrales de Santo Domingo. El encierro de Pamplona era, gracias a la tele, la E.G.B. del potencial aficionado a los toros, y no sólo a la tauromaquia popular.
Pero la tele cambió, y con ella el encierro. Llegó la retransmisión de Cuatro, cuando España iba muy bien, pero pronto iba a dejar de irlo, con su Molés, su Muñoz, sus reporteros distribuidos por tramos, por balcones, por bares, por callejones orinaos, por el aire aerostático y por desconocimiento. Lo que antes hacía muy bien una sola voz, ahora se encargaban de deshacerlo muchos rostros con micrófono.
Se adelantó el programa a las 7:15 a.m. para que el desayuno se hiciese bola con entrevistas de interés sólo para el entrevistado; las cámaras de Estafeta se cambiaron de acera y seguían con puntería el trayecto de los bueyes; había más zoom, mejor resolución y casi todo ocurría en cámara superlenta, porque la violencia y el riesgo son menos violencia y menos riesgo cuando suceden en un tiempo ralentizado; salvo el corredor Cascante, los relatores cascaban y cascaban, pero no sabían nada; era como ver algo con un doblaje que no casaba y, aún más, que pervertía lo visto, ya maleado.
El nombre de los grandes corredores se pregonaba, Raúl era el del Betis ("¡ahí va ese bético!", se le escapaba a Muñoz) y Kike su hermano; se entrevistaba a uno de Benicarló, y a otro de Albacete; se lloraba que tal carrera era en homenaje de un familiar fallecido y que tal caída era por la masa y no por alejarse del vacío de la canaleta; se lucían camisetas a cual más estridente y con más publicidad; se corría por la cámara y por una fama garrula y no para uno mismo; y, así, con cada palabra y cada rostro desvelados se caía el velo de misterio e intimidad intrínsecos a la carrera.
Y todo esto lo copió la televisión pública. Tal cual. Dos cadenas compitiendo por dar un encierro lo más alejado de su esencia y lo más cerca de un show de fácil digestión para los buitres del páramo cultural español. Cuatro lo dejó y permaneció TVE, que hasta osó tapar el sonido de las pezuñas, los cencerros y los gritos con narraciones futboleras de la carrera. Durante unos años se llegaría incluso a apagar la voz de Solano para luego volver hecha carne, pero fuera ya de su añorado tono de seriedad y conocimiento y en una nota homófona a la morbosa y superficial del periodismo patrio. Si algo tan incorrecto políticamente (¡después de lo de la manada!) sobrevive en TVE sólo es porque queda muy poco de lo que el encierro era y mucho de lo que nunca debería ser. ¿Qué nos queda del encierro en esencia, y por suerte, más que los toros de Escolar, Cebada y Miura y el corazón de muchos corredores anónimos?
Con las retransmisiones de ahora, ya no se menciona la corrida de por la tarde, ni se respeta y reconoce al toro, ni se filma todo lo sucedido a pesar de las tirolinas, las superlentas y el despliegue mediático, ni se dan las repeticiones completas, ni se hace afición. De manera que no nos queda duda, esta tele avergonzada, pero morbosa; inculta, pero atrevida; y moralista, pero hipócrita, va matando al encierro, que algo seguirá uniendo a los españoles, pero que desaparece en esencia por la irrefrenable espectacularización, el antideslizante, el descaste, unos bueyes entrenados y por una nación que sólo sabe reconocerse dentro de la cultura del Estao.
Está la España del encierro anónimo y la España de los mansos pregonaos.