Un toro negro de La Palmosilla metía riñones a la altura de donde el Santo y salía propulsado como si al sentir la presencia de lo divino, un espíritu demoníaco lo arrojara a una huida hacia delante sin más fin que hacer el mal. Como un rayo negro que oscurecía la calle y acaparaba el espacio a su alrededor, se encontró con un blanco a tiro y no dudó: arqueó el cuello, lo empitonó con el izquierdo y lanzó al aire al hombre que seguramente sintió, más que volar, que caía, se desangraba, en el vacío más impenetrable, ese de la propia existencia. Si Heidegger, como Hemingway, hubiera conocido la Fiesta, quizá habría visto al toro como al animal-para-la-muerte. Tras el mal hecho, volvía el toro como si nada a la manada y volvería más adelante a haber más corneados, pero ya no por un instinto malicioso de los animales, sino por la inevitabilidad del choque entre cuerpos que van a distinta velocidad y ocupan un mismo espacio. Los españoles se desangran por salvarse este fin de semana de julio, en Torre-Pacheco y en las calles y la plaza de toros de Pamplona (honor a Rafaelillo, Robleño y Juan de Castilla y a los toros de Escolar).
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