Ésa es la magnífica fotografía, de autor desconocido, que retrata un momento de la corrida del 12 de julio de 2025 en la Plaza de Toros Monumental de Pamplona.
En primer plano, abajo a la izquierda, como sostenido por el propio final de la imagen, un toro de Escolar arrodillado, con la boca cerrada, el estoque clavado hasta lo más dentro, y desenfocado, porque está ahí, pero pronto dejará de estarlo. Mira hacia fuera el animal e imaginamos al puntillero acercándose a él, en una bellísima elipsis de la esencia de la Fiesta: el espectáculo donde se debe sentir la Muerte, siempre, aunque no se vea.
A la derecha, a media altura, una mancha negra vertical, deshecha por abajo en unos pliegues rosas que se salen del cuadro. Un subalterno exhausto, derrotado, vencido hacia delante, con una mano apoyada en cada muslo, y que sostiene todavía con la derecha su capote. Sigue aferrado a él, dispuesto a sacudirlo en un acto reflejo para ahuyentar el peligro. Una vida para siempre ya en alerta, en la que reconocemos al Capitán Willard en el hotel despertándose para matar moscas u oyendo, quijotescamente, helicópteros del Viet Cong en las taladradoras de una calle estadounidense.
Las tablas rojas, rojísimas, del burladero cruzan la parte central de lado a lado y, sobre ellas y encima del estribo, en el centro de la imagen, el blanco y el rojo, de San Fermín, y de la camisa ensangrentada de Rafaelillo. España se desangra, se va perdiendo a través de toreros así. Solo, lleva también aún la muleta en su mano izquierda, llora al cielo, como esa figura del Guernica, y comprendemos la lucha a vida a muerte que ha debido tener con ese diablo borroso. Un lamento en el que grita la tauromaquia heroica, la original, la de Frascuelo que, con el estómago y tres costillas rotas, se volvió a arrojar sobre el morrillo de Peluquero para matarlo de un estocada hasta las cintas y contraria*.
Cabezas, bustos más bien, flotan sobre el torero, mirándolo fijamente, como el banderillero Iván García, de manera piadosa, o Robleño, como viéndose a sí mismo. Cómo debe ser reconocerse nítidamente, sin reflejos, máculas o dudas, en el otro. Humano, demasiado humano. Todos nos vemos, nos aparecemos, en las miradas de esos bustos flotantes, que es lo que debe ver un matador desde el ruedo, filas y filas de ellos, en los que estamos todos y cada uno de los públicos, desde el que no quiere mirar, hasta los que lo miran a través de una lente o una pantalla.
Y, por último, la mano. El brazo desnudo que cae en perpendicular desde lo alto del burladero sobre el hombro del torero. La mano que somos todos, Rafael, dándote alivio, consuelo, calor y sintiendo aquello que los españoles hemos sido, hoy que somos mayoritariamente algo entre Santos Cerdán y Lamine Yamal, y lo que debemos luchar por seguir siendo, pese al sangrado.
Una corrida y todo el planeta de los toros dentro de una fotografía, desbordándola. Qué película habría hecho Serra con imágenes de esa tarde.
*Luego se supo que Rafaelillo mató a ese toro de Escolar con ocho costillas rotas y un neumotórax.
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