domingo, 11 de agosto de 2024

Cómo ser Morante de la Puebla

Orson Welles iba a los toros y ahora va Juan del Val. De uno a otro, la decadencia de Occidente y de España, que pasa de ser berlanguiana a broncana. Aunque más que decaer, nuestra civilización cae, hacia delante, teledirigida por patócratas que hacen de sus psicopatías razón de Estado. Allá donde se acumule poder hay anomalías psíquicas, ya sea en el gobierno, los medios, el capital, el fútbol o los toros, cuya oligarquía está tan trastorná que quiere hacer del toro un dildo para estimular las fantasías de nuestros artistas taurómacos, entre los que sobresale Morante de la Puebla, como idolatrada víctima y ofuscado victimario del ocaso español.

Morante mató su primer toro, de Juan Pedro Domecq, días antes de que ETA matara a Miguel Ángel Blanco. El último, de Borja Domecq, lo ha matado en El Puerto días después de lo último de la saga/fuga de Puigdemont, que para las cotorras liberalias ha sido la penúltima muerte del Estado de Derecho. Sus 27 años de alternativa son testigo de que el 78 ha engendrado, al menos, dos tiranías: la partitocrática y la juampedrera. El físico de Morante también ha transicionado de aquel del grácil mozo andaluz, espejo de españoles, contra-Kichi y anti-woke, al del Gordito Carmona, hasta reaparecer hace poco en el tendido de Cuatro Caminos marcando bajo su guayabera un bíceps partecamisas. En Bilbao lo llamaron gordo, paró la lidia y la gordofobia se hizo, junto a otras suertes como el susto y el revolcón, mérito para el triunfo. Sus patillas, como el Guadiana, el pelo enmarañado como el agracejo, negro, u ordenado en briznas enceradas. En fin, un torero que lo parece, que lleva búcaro y fuma puros. Su toreo es el de una gracia pura de expresión tan personal -la verónica rematadita hacia arriba, el mentón al pecho, vencida la vertical figura, las cejas arqueadas, que no puede haber mayor expresión de la angustia existencial que el cruzarse esa curva del rostro con la del toro al pasar, el hoyito en el moflete en el que cae la sonrisa y el olé, y toreando, en fin, con todo el cuerpo-, como impropia, esto es, de otros. Morante ha introducido lo autorreferencial, de lo que mama el arte desde las vanguardias, en el eje mismo de su lidia: "lleva el traje grana y oro, orlado de flores que llevaba Gallito el 16 de mayo de 1920 en Talavera"; "ha resucitado el galleo del bu que inventó Paco Frascuelo". Hace una imitación tan personalísima de suertes olvidadas, se viste de conmemoración, obliga a los Zabalas a preguntar a la Wikipedia y, con eso, entretiene. Además, su arte no necesita siempre de lo mortecino y puede eyectarse sin el toro-dildo, aunque casi siempre acude a lo de juampedro. Ahí quedarán para siempre su recibo de capa a un Victorino en Sevilla y su tarde contra los seis jaboneros de la marquesa de Seoane. Y eso hoy, cuando el (h)arte vive de lenguas y poses, es lo que le separa abismalmente de Ortegas y Aguados, que quedan como unos zangolotinos a su lado. No hay hoy artista como él. Morante es el verano en El Puerto, la resurrección en abril y la eterna espera en Madrid. Para muchos, es el y-si-fuera-hoy. Fue en Sevilla, el rabo, aunque torero de Sevilla es El Juli, y no Morante, cómo no, cuando los sevillanos consienten una torre más alta que la Giralda.

Sobre todo, por encima de todo lo anterior, Morante es el cuento que cuentan los morantistas, una subespecie bien arraigada y nutrida del taurino de chinos de color pastel que hace del de La Puebla el centro de su afición, el sujeto de sus plegarias y el contenedor emocional sobre el que descargarse. El morantista es aquel que opta por creer que la esperanza de la tauromaquia está en Morante y no en el toro, aunque reoriente su fe cuando no actúa su matador. Una creencia que engendra feligreses insoportables, enteraos desbrujulaos y mucho humo, mucho gin y muchos "bieeeeeenggggg". Que si es el mejor de la historia, que si rompe relojes, escacharra corazones o que si se inclina la Torre del Oro, que si el Guadalquivir se desbordó el día del rabo, que si cambia el clima o se frena el cambio climático, que sí qué media, qué bronca más torera, qué bien que abrevie, ¡para qué aburrirnos, si no hay toro!, que si funda una nueva escuela sevillana, que si cortará un rabo en Madrid, que si Curro y que si Paula. La tragedia de Morante son los morantistas, que hacen de él un torero de culto, un personaje que lo devora y al que él contribuye, con marketing. De ello se puede extraer la ley del de la Puebla, o Ley Morante, por la que los morantistas liberan más fuerzas de ensoñación y anhelo de las que jamás pueden ser integradas por el arte de José Antonio, lo que genera en el matador más insatisfacciones de las que se pueden resolver por abreacciones masivo culturales o apaciguarse por terapias individuales.

Y todo eso piensa uno de Morante, pero, ¿qué piensa el matador? ¿Y si nos imagináramos dentro de su cabeza, con permiso y respeto? ¿Cómo ser Morante de La Puebla? Quizá se vea como el Hamlet español: "El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldito sarcasmo que justo yo haya nacido para recomponerlo!". Se supone que habrá en su materia gris muchas ocurrencias en manos de duendes. Dejaríamos al pensador que decida si habría faenas soñadas y olvidadas. Estará Dios. Quizá se confunda al Betis con el Lete. En barrera estará Trevijano, quizá. Abascal, quizá también. En un rincón una retroexcavadora y cálculos sobre pendientes de sílice para enterrar huidas. Se espera que entren y salgan muchos toreros, fantasmas de luces. Un Monte Olimpo de matadores y un Averno que espera. Quizá una sala hecha de humo y café con Curro y Paula, y el Gitanillo de Triana, con un vestidor para el alma. Una cava de puros que, en vez de fumarse, se esfumen, quizá, porque el tiempo ahí dentro se mide en tabacos. Habrá una habitación vacía para llenarse de miedo. Habrá otra habitación, como la de Mastroianni en Ocho y Medio, pero en vez repleta de sus amores y amoríos actuales y pasados, a reventar de morantistas que se han hecho selfies con él. Serían los morantistas sus neuronas. O quizá haya un letrero luminoso, que es como se comunican los cambios en los pensamientos, con anhelos y alabanzas que llegan desde su aparato auditivo. "Por favor, que sea hoy / Una media y seré feliz / ¡Olé, qué arte! / Ojalá se ponga a pelar pipas encima de esos que dicen que la corrida es pecado / Si se presentara a presidente, mejor nos iría, le doy mi voto y el de mis nietos / Seguro que posee el don de la glosolalia, ¡mira, mira cómo se entiende con el toro!". Los relojes que tal vez hubiera se recompondrían, aunque no cesaran de llegar, en tinta de periódico y en bits, todos escacharrados. Habrá sueños, pero más desvelos. El botijo quizá se derramará y el agua no se convertirá en vino, sino en sangre. Un toro de Osborne en la región occipital y Gallito en el hipotálamo, podrán verse. El indulto seguramente no se concebiría y la queratina del rabo de Ligerito estaría incinerada y en una urna junto al año 2009. La Historia irá y vendrá, por impulsos eléctricos o a verónicas imaginadas, o quizá no haya Historia, sino historias o una historia, la suya. Se verá calvo, como el Divino, pero, ¡cómo va a ser él calvo!

Yo sólo espero, por el bien de Morante, estar en Las Ventas y que el silenció no interrumpa el run-run cuando salga con el capote. Un Morante sin morantistas, y que Occidente se acabe. Hoy no hay ninguno como él, pero dejémosle de Historias.

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