Un asco de encierro. Es asqueroso ver esa lucha sin riesgo por satisfacer el ego y obtener el reconocimiento de cuatro paisanos. Cuando al toro (de Victoriano del Río, santo y seña de la preferente cabaña juampedrera), por rotundamente bobo, se le pierde ya no todo el miedo, sino hasta la ínfima pizca de respeto que puedan ofrecer sus pitones (afeitados, ¿alguien denunciará algún día el fraude?), su envergadura, su peso sometido a una elevada aceleración, es decir, su fuerza, los Newtons que pueda aplicar sobre la espalda, o su posible pellizco al pisotear tu gemelo, tus riñones o tu cabeza, el único interés, y es exclusivo del corredor, se dirige a la lucha con otros hombres, en su mayoría más musculados que el propio animal, por alcanzar y mantener ese ya casi inexistente hueco entre su alma y un aliento mortecino. Si el toro no da miedo, no hay encierro. Si el toro no impone su distancia y el corredor invade y viola su lebensraum, no hay encierro. Si el toro choca contra cuerpos como quien está en el FIB de Benicasim bailando y frotándose bajo el efecto de estupefacientes y de alguna canción de Lori Meyers, no hay encierro. Lo que hay es una violenta carrera sin emoción alguna en la que una masa de hombres pelea sin ética ni estética delante de doce bueyes. La emoción nace de lo verdadero, y aquí lo único que no es mentira son los codazos, los agarrones y las caídas. En nada se introducirá el VAR para que los corredores se denuncien entre sí.
Con todo, el encierro hasta la curva aún mantiene algo de su esencia, como se ha visto hoy y que, no obstante, se ve pervertida por unos mansos que abren y arropan a la torada, dejando a los de blanco y rojo sin poder disfrutar.
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