Ante la mcdonalización de los encierros pamplonicas, el cuarto día seguido sin emoción (Gallardo domina su material de Fuente Ymbro), y por no seguir en la turra de aburrimiento de lo acontecido (vimos más intensidad ayer en el brazo de Nacho sobre Kolo Muani que en toda esta carrera matutina), hoy dejaremos una reflexión sobre la convivencia de dos encierros: el del espectador y el del corredor.
El del primero, que le llega a través de una pantalla y la señal de la televisión pública española, es, como hemos venido señalando, un auténtico fraude. La distancia que impone el medio de comunicación permite atender al acontecimiento desde una objetividad casi perfecta y valorarlo con los ojos de Dios, esto es, muy cerca de la Verdad. Y la verdad es que el encierro transmite la imagen de una masa humana multicolor alrededor de doce bueyes sin peligro con el resultado de una carrera tediosa, estereotipada y sin emoción.
El encierro para el corredor, en cambio, conserva parte de su encanto. Pensemos en la carrera de hoy del corredor de rojo con el 23 a la espalda (un buen conocido). Esperando la llegada de la manada a la altura de la Bajada de Javier, no sabría qué vendría por delante, si un manso arrollador, un toro amansado o un Barrabás tirando cornadas. Lo vería, finalmente, casi ya encima, y se esforzaría porque sus piernas alcanzaran la endiablada velocidad del animal y porque su cabeza le mantuviera en el centro de la calle. Miraría al toro tras de sí y, seguramente, no tendría espacio ni aliento para pensar en la simpleza del burel, sino sólo para arrojarse en la confianza ciega de que no va a derrotar. Ahí delante, es muy difícil pensar como se piensa desde el sofá o la barra del bar que el toro es bobo. Luego, casi con la misma frialdad del espectador, se mantendría corriendo metros y metros, emparedado entre carnes de lidia y se retiraría feliz y emocionado. Ahora bien, este tipo de corredor, un portento físico y de valor, ha acomodado y burocratizado su actuación a un toro que, en principio, la mayor dificultad que ofrece es la elevada velocidad. El toro ya no se para, no se sale, se abre, mira a los lados, derrota o alarga el cuello para tirar la cornada, ya no, el toro sólo corre. Y ante un toro que corre, y mucho, hay burócratas del encierro que ejercen su labor casi sin imprevistos como en el circo o en la pista de atletismo.
Por tanto, el encierro ha perdido toda emoción para el espectador, conservándola, en parte, para el corredor. El encierro se ha profesionalizado y desnaturalizado. Está por ver si, cuando decaiga la audiencia ayuna de emoción, quedará toro, aun que sea manso, para que corra el corredor.
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