Al séptimo día, el Toro. Al fin, algo diferente. Los de
Escolar, una de esas ganaderías a la vanguardia de la disidencia que selecciona en base a la casta y no a la bobería, han protagonizado un encierro en el que por vez primera, la atención se fijaba en el toro y no en el corredor. Cómo será esta tauromaquia estúpida y decadente que lo que habría de ser lo ordinario se convierte en excepcional. Sólo que el toro fuera realmente el protagonista lo ha hecho tan diferente a lo de los seis días anteriores que era como si viéramos de nuevo a
Trump frente a
Biden. Esta mañana no había oxígeno, sino esa sustancia química que hace al peligro. Desde la Cuesta hasta el callejón se llenaban los pulmones de miedo. Si se respiraba, era para morirse. Corrían los escolares como demonios grises, cambiando su dirección, amagando con salirse, cayéndose, levantándose sobre sus cuartos traseros, alzando su cara y hundiendo el arrojo de los hombres, con la manada mutando en su forma varias veces en casa tramo. Los mozos veían venir seis cabezas de pitones inmaculados, ante los que arrodillarse y echarse a rezar en la catedral del Toro que se levanta en la mente de todo aficionado. Los toros los obligaban a enfilarse a su alrededor, los ordenaban y el orden era el terror. Se miraban ambos, toro y hombre, y se entendían: cada uno en su sitio. Pocos se atrevían a dar ese paso en el terreno de lo otro y, los que lo hacían, sufrían para salirse de ese infierno gris. Pocas eran las carreras capaces de aguantarlos, a diferencia de días anteriores no había codazos, agarrones para ganar la cara, sino para apartarse. Defendía su sitio el toro hasta con coces, ¡una coz, el animal haciendo de animal! Muchos, incluidos el dúo cómico de presentadores habrán descubierto que el toro arrea coces. Se sentía en esas coces como una sacudida súbita de la nación, despojándose de un Estado parásito. Algo diferente.
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