No hablaré de la vergonzosa y ridícula farsa simulada a la que se ha atendido hoy como Corrida de la Beneficencia, otrora la tarde más importante de la temporada venteña. Me niego. El que quiera saber lo que ha pasado que lea frente al espejo la erupción digital de Zabala, pero sí utilizaré la corrida para hablar de una ínfima parte de lo que hace que hayamos llegado a esta Fiesta decadente que bien se resume en que Fernando Adrián (un hábil matador) esté a una Puerta Grande de igualar a César Rincón en salidas a hombros consecutivas (que se dice pronto, aunque el torero colombiano lo hizo en un sola temporada). La situación es tal que, si Orson Welles siguiera entre nosotros, su franqueza ante la experiencia desde el tendido le conduciría irremediablemente a hacer una segunda parte de su obra maestra Fraude (F for Fake, 1973) basada en la tauromaquia: Toro (T for Trick). Con todo, intentaré abreviar, que no es mi intención que el eutímico Eutimio me toque un aviso, ahora que el hombre se ha jubilado, y, mucho menos, que se sume a las decenas de los soportados por la afición en este San Isidro.
El toro no es un toro. Es un bóvido manufacturado desde el reposo atlético y el cebamiento, y cuyo criterio de selección es la imbecilidad, y no la casta, esa filiación centurial que lo hace ser lo que es. El toro bastardo.
El espectáculo es un tercio. Ese toro fabricado para el triunfo, no para la lidia, mutila la corrida y la deja en algo menos de una tercera parte: la faena de muleta. La Fiesta amputada.
El torero no torea. Paco Brines dijo que torear es parar, mandar, templar y cargar la suerte. Todo lo que no sea eso, es destorear, justo (casi) todo lo que vemos y a un toro bobo. Los destoreros triunfales.
El público no es aficionado. La mayoría de gente en los tendidos apetecen más lo divertido que lo emocionante, y una mayoría mayor que, como mucho, paga su suscripción a OneToro TV y cuya afición se restringe a la viralidad y al comentario del Emilio Muñoz de turno. El público hipermediatizado.
La prensa no es crítica. Ser periodista taurino es el oficio de portar y agitar un abanico grande, que sería la crónica o la noticia, montado en una vara, y contentar el ánimo del torero o ganadero al que se debe. La crítica acrítica.
Se imponen unas ética y estéticas del mal. Se trazan geometrías de la perversidad.
Hoy, por todo ello y tras la vergonzosa y ridícula Beneficencia, me declaro antitaurino y me doy al salchichón, como seguramente harán Urtasun y Von der Leyen (ibérico, eso sí, que lo pagamos todos).
Si alguien quiere ver un rayo de luz por algún lado, ahí tiene la profesionalidad y bien hacer de subalternos como José Chacón o Ángel Otero.
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