Juan de Castilla saldría hoy del hotel hacia la plaza con su pene en su sitio, protegido e íntegro, para acabar, en el hospital, con una herida por asta de toro con desgarro superficial en él.
Quizá en esta España en la que el coño, con perdón, se ha elevado a política de Estado y el estadista González Pons se hace poeta estatal y se postula al Cervantes con su "descansaba con la conciencia tranquila de quién posee la fuerza de la resurrección en el centro mismo de su coño", se haya olvidado que, bajo el pene, cuelgan los huevos, que son dos, a no ser que seas de Linares, como Leo, que los símbolos fálicos pueblan la cultura, desde los obeliscos y menhires, hasta la obra de Shakespeare, aludiendo a la virilidad, la masculinidad o la fecundidad, o también que, seamos honestos, el pene forma parte de ese juego amoril que empieza con el entretenimiento y, muchas veces, acaba en la decepción. Lo que sirve, al menos, para intentar explicar la corrida de hoy, tan entretenida como decepcionante. Porque nadie se ha aburrido con los seis bueyes de Dolores Aguirre, de los que, no obstante, se esperaba mucho más.
Los aficionados somos seres esperanzados, frecuentemente desilusionados y, por ello, siempre dispuestos a renovar nuestra esperanza, por paradójico que parezca, aunque lo disimulemos bajo nuestro pañuelo verde de amargados universales, porque para mantenernos vigorosos necesitamos el impulso de una nueva y cruel desilusión, como la de hoy. Hoy, esperábamos mucho, igual que de la fiesta basada en el toro que colabora para el (h)arte, no esperamos nada.
Juan de Castilla se colocaría y recolocaría su miembro viril alguna que otra vez, sin llegar al frenesí de El Lili (¡qué alegría su vuelta a los huevos, digo, a los ruedos!) ya en la furgoneta, cavilando sobre la gran expectación de la tarde, con la vuelta de los anhelados Dolores, tras un periplo triunfal por Bilbao, 3 Puyazos o Céret, la última tarde en San Isidro de un torero de Madrid y espejo de príncipes, Fernando Robleño, y la actuación de otro coleta de aficionados, Damián Castaño. Tres machos tiesos frente a los de la Doña, seis toros de lidia de verdad, cinqueños, no confeccionados para escacharrar relojes o aguar gintonics, desiguales de presentación, aunque nadie ha dudado de que eran de la ganadería que eran, duros, pero sin poder, mansos en grado similar y descastados en diverso grado.
Seguramente, Juan tuviera que dejar a su pene en posición cómoda al arrancar el paseíllo y, luego, también al asomar por el burladero para honrar la ovación de la plaza al Tigre de San Fernando, que el traje y los nervios aprietan más justo ahí.
Se olvidaría ya de su pene al ver a Langosto, el grandón primer toro que, como los cinco siguientes, empujaría, más o menos, y huiría, más o menos, en la injusta y sucia pelea con esos dildos acorazados, máquinas empotradoras, Errejones hechos centauros que han fabricado Equigarce y Plaza 1. Qué sujeto de estudio se ha perdido Freud con estos picadores y su vara-falo. Al manso lo logró fijar Curro Javier al final de su brega, dejándolo listo, pero soso y mirón para las dudas de Robleño en las primeras series con la diestra. Fuera del tercio y con la zurda, toro y torero mejoraron algo, confirmándose en una tanda de derechazos en la que el animal se desplazó y el hombre tragó, para desinflarse desde ahí. Pinchó dos veces y mató de un feo bajonazo.
Tampoco pensaría el colombiano en su pene durante las protestas al anovillado segundo, Burgalés, hasta que quitó por ameritadas gaoneras, poniendo por delante todo lo que va por delante. La faena de Castaño trató sin éxito de levantar las caídas del bueyecito (buen apodo para Borja Sémper) y avivar su sosería guasona. Dejó una estocada baja casi entera y se arrastró al toro con la boca cerrada, como a todos sus hermanos, tras un golpe de verduguillo.
La mano de Juan acudiría nerviosa a su zona inguinal con las protestas por la, según algunos, mala presentación de su primer toro, Caracorta, que quedó crudo tras una segunda vara horrenda. Sin probaturas, dio al toro una distancia romanesca y, como una grupie de Pedro Sánchez, se le vino directo al cuerpo. Echó la muleta en la testuz, se zafó, cayó sobre la arena y ahí ya no se libró. Caracorta se lo comió y le propinó dos cornadas, una, superficial, en el pene. Su pene, al aire por un momento. Lo cubrieron con unas bermudas de Coronel Tapioca y volvió sin mirarse para dar una tanda muy emocionante con la derecha, por el carbón del toro. Qué huevos. Con la zurda se mantuvo igual de firme ante los parones y miradas del burel. Cogió la tizona, se tiró recto como una vela y plantó una estocada arriba con cierta travesía que hizo, junto a la dureza del toro, que éste se echara y se levantara varias veces hasta desplomarse. Herido, sin aspavientos, dio una merecida vuelta al ruedo. Por ser claros, dennos más Juanes de Castilla con el pene roto y Caracortas, y menos pegapases con Frenosos de "verdadera bravura".
Mientras su pene era intervenido con anestesia local en la enfermería de la plaza, otro Caracorta hacía pasar las de Caín a Curro Javier en banderillas. Robleño y el toro se contagiaron el rajarse, la espada hizo guardia, descabelló a la tercera, y se fueron ambos entre pitos.
Con el pene dormido, salía el melocotón Burgalito, armado y astifino. Manseó como todos, aunque en la poco lucida brega de Rubén Sánchez enseñó un fondo de casta inédito en la tarde. Ahí teníamos al manso encastado de Dolores. Castaño se echó la capa a la zocata, en el tercio bajo el 7, y empezó con poco ajuste y acople. Claro que el toro no era Ombú, por apuntar un perritoro cercano en pinta, y su embestida variaba de la humillada y larga, pasando por la mirona y a parones, hasta la bronca y saltarina. Era ver a un liberalio y sus continuos cambios de libreto en las tertulias. Cambió a la mano diestra, en el tercio, y dio la tanda más rotunda y jaleada, pasándoselo muy cerca. El toro se fue cerrando solo, sin oposición del matador, y la cosa empeoró, aunque emergieron sueltos dos grandes derechazos. Con el error en la elección de los terrenos y la falta de mando, cerró Castaño con una serie de trincherazos de mucho gusto y valor. Pinchó y mató de estocada atravesada hasta la bola quedándose en la cara. Saludó una ovación con la duda de si empató con el toro.
Volvía Juan con su pene adormecido a echarse a portagayola (están los operarios en el Manzanares recogiendo arena para rellenar el par de huecos dejados en el ruedo) y recibir los 669 (erotismo hasta en el peso) kilogramos del enorme y badanudo Bilbatero, que fue castigado con dos puyazos fiscalizables hasta por Hacienda, y que se rajó enseguida. Lo mató con una media atravesada y se fue, tras sus dos compañeros y con su pene herido, por la puerta de cuadrillas hacia el hospital, y con sus huevos intactos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario