(Foto de Alfonso Ibarra)
Belador ha vuelto a Las Ventas, disecado.
El único toro indultado en esta santísima plaza, en pie en el patio de caballos, sobre un pedestal y junto al matador que no lo mató, Ortega Cano, el hijo del que lo crió, Victorino Martín, y Roberto Gómez, que a veces lo sacan del callejón.
Algunos habrán podido apreciar y palpar su fuerte pelaje cárdeno, su altura, hondura, largura, imaginar hasta su olor, quizá, y su bufido, también; otros habrán deseado furtivamente clavar una aguja en las gónadas a ver si quedaba algo de lo que ya no queda, o haber sido el arpón de esa banderilla que casi se lo lleva a rastras; y otros hemos sentido tal nostalgia de lo no vivido, que la Muerte, y algo más, se nos ha venido.
Hasta él, ese toro inmortal, ha muerto.
Uno de los dolores más tormentosos es el que se padece cuando se desea, se ansía haber experimentado lo que no se ha podido vivir, y ver a Belador, levantado por un taxidermista, es morir mucho.
Que esté ahí, relleno de paja, fibras vegetales, trapos viejos, jabón arsenical, viruta de madera, poliuretano o, idealmente, del papel de las entradas de todos los que pagaron por verlo el 19 de julio de 1982, quiere decir que ya no quedan células vivas en él y, por tanto, no hay carne que revele los atributos de su alma, no hay venas que conduzcan ya emociones.
Ahí está, como un fantasma, y de día, que es más absurdo.
El absurdo fantasma de un pasado mejor, de un presente en el que bajo la piel de toro todo es mentira, y de un futuro en el que los toreros serán taxidermistas.
Y nosotros, ladrando como el perro que, como Caronte, lo condujo a una muerte inmortal.
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