Con su contrafición, Madrid se va volviendo muda ante las palmas que celebran con el mismo nulo rigor cualquier cosa, ya sea el Toreo o la culerina del dominguillo paramanoletista, y que resuenan con ecos serviles como cuando se aplaudía a los sanitarios desde el balcón, ventana o ventanuco de patio de luces -quizá la democracia española esté en igualar con una sacudida de pañuelos blancos el mal y el bien-. Madrid se va agotando con cada petición de devolución de un toro manso que luego es rematado a aplausos en el arrastre, tras una faena de despojo por susto y revolcón. Se pierde por todo aquél que va a los toros a haberlos visto, esto es, que lo experimenta a posteriori a través del número de visualizaciones de su reel de Instagram o de incontables demostraciones de C.U.R.S.I. (Cuñadismo Urticante de Repipis Soflamas Intragables) en sus grupos de WhatsApp del curro, la familia y el pueblo. Madrid se va hundiendo en lo tedioso del que comenta todo lo bieeeeeenggggg que lo hace un torero que, por supuesto, lo hace todo bien, incluso cuando se le confunde con el siguiente en actuar, porque es su torero, el que ha venido a ver, el único al que conoce y que conoce de verdad, porque en una ocasión, puede que de novillero, actuara durante las fiestas de la pedanía de sus suegros y su retoño más zascandil se tomara un selfie con él. O quizá no era ese torero y era otro. Qué más da. Madrid se va diluyendo con cada cual que se va a vaciar su vejiga rebosante de ánimo etílico y que lo hace durante la lidia. Se va escapando entre los porteros que no frenan al peneque que se orina vivo cuando el toro no ha muerto y que alfombran el paso torcido del ciego que retorna a seguir sin ver que el toro ya está en el ruedo. Se va yendo cuando hay una cola más larga de niñas-bien para acceder a la plaza y encontrar, un poco o un mucho piripis, en la discoteca del 7, o sea, ojalá, a ese niño-bien canallita y matrimoniable, que la cola que formarían los espectadores nacionales de los festejos de este mes de septiembre si los pusiéramos en fila. Se estampa con cada botella de licor que choca vacía sobre el azulejo y que aspira a hacerlo alguna tarde sobre la arena, con suerte, o sobre un cráneo, por desgracia. Se siente extraviada cuando se sienta su afición incómoda entre bajatús e insultos, mientras la contrafición se incomoda porque exista esa afición (¿negacionismo?). Se quiebra, Madrid, con cada enterao que protesta porque sabe por qué protesta el 7, pero ovaciona al artista sugestivo que esculpe poses con las lenguas de lo mortecino. Se apena, Madrid, cuando la plaza suena más para proteger al que ha actuado mal que cuando el toro cae, recae y hace palmario su gravitar al yacer impotente sobre la arena. Se apaga Madrid con un público vastamente terciado que sólo atiende al último tercio, porque especialmente el tercio de varas es la bárbara e intolerable evidencia de esa época en la que España no estaba civilizada, es decir, a la que no había llegado el progreso que viene de la filiación a través del afrancesamiento, la germanofilia y la PSOE, y supone la excusa perfecta para ahogar su cívica e ignorada pesadumbre vital en ese licor venido de la admirada tierra madre de la Leyenda Negra. Con el indulto cada vez más cerca y con el español de Pemán que mataba toros cambiado por uno que los auxilia: "adiós, Madrid". El mal de Las Ventas es su contrafición, y no lo que nos cuentan.
Y con Madrid, y el avance de su contrafición, se nos va la tauromaquia. Vendrá otra cosa, pero ya no quedará nadie para contar lo que es, aunque estará Amón para seguir viviendo del cuento. Una u otra, afición o contrafición. Una, que sólo quiere ser, y otra, que sólo quiere estar ella sola, sin la una. Ya decía Ruano que "tener afición a algo ya es ser, en ese algo, algo". Madrid se debate existencialmente entre lo que va de un pañuelo verde a un gintonic.
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