Bien, pues como quiera que ese espíritu se insufla desde el Diario Oficial de la Unión Europea y los aparatajes estatales socialdemócratas garantizan que penetre hasta en el más diminuto poro de la vida nacional, el espíritu estúpido desplaza al alma que, en España, mal que pese, sigue desbordándose desde una plaza de toros. Así queda España estupefacta, indefensa frente al Estado, y la Fiesta se torna estólida, falta de razón y discurso.
La tauromaquia atraviesa una época estúpida. Díganme si, por ejemplo, no es estúpido y causa estupor que las oligarquías taurina y de partidos se subleven ante la eliminación del Premio Nacional de Tauromaquia por un ramalazo de pedigrí del ministro Urtasun, pero se apoquen ante el incumplimiento del Reglamento, ante el afeitado de pitones, ante la desaparición de encastes, ante el quasi-monopolio de toros-bobos, o ante el deterioro de Las Ventas como Bien de Interés Cultural. Todo es estúpido y parece malintencionado, porque, ¿qué merece ser premiado cuando apenas hay integridad? Cuanto más lejos estén de los toros los patócratas europeos, estatales y autonómicos, mejor. O díganme si no es estúpido que la tauromaquia, a través de su oligarquía de figuras de pitiminí, ganaderos de bobo, plumillas de sobre y empresarios de salón, vincule su supervivencia a un ordenamiento jurídico engendrado por el consenso y la voluntad de un Estado traidor que se tambalea.
Desde el punto de vista moral, además, esta tauromaquia estúpida parece cínica, porque todo da igual o acaba siendo igual. Todo se hace banal, trivial. Seguía Negro en su artículo: "a la religión le falta fe, a la moral veracidad, a la vida vitalidad"... y a la tauromaquia verdad. La mentira es la primera fuerza que mueve al mundo del toro, se podría añadir a lo de Revel. Se desprecia la emoción de lo verdadero y se celebra la cursilería de lo simulado. En cada corrida se pontifica la mentira a través del aplauso a todo lo que ejecuta un torero sin parar, mandar, templar y cargar la suerte con un medio-toro que ya está parado, templado, podido y embobado. Y los aplausos son muchos, pues durante la pandemia las palmas del español adquirieron tal inercia que con el mismo ímpetu que se aplaudía a los sanitarios desde su balcón a las ocho de la tarde, se aplaude ahora a todo lo que acontece en el ruedo, ya sea puntualmente al acabar una serie con un martinete y el de pecho, a los bueyes de Florito, a que los monos levanten el caballo derribado o a que Roca "pajaree" sin cesar entre pases "del culito" y encaramientos con el 7. En las escuelas, los novilleros aprenden a ser eficaces en dar por verdad la mentira. Gato por liebre. Antes, los novilleros se asemejaban al Vinicius bisoño y errático, y ahora no salen del canterano funcionaril y cumplidor. Los novilleros ya no están en novilleros, sino en el Ponce de Enrique y Ana, con la edad de Soria, sin el tinte de Ponce.
En la tauromaquia estúpida no sólo el matador se alivia. Todo se aligera y se descarga. Para alcanzar el triunfo, pesa más lo divertido que lo emocionante. Y para ello, se necesita un bóvido bobo, lo más parecido a un niño al que, jugando a hacer de toro, se le dice cómo tiene que embestir hasta lograr que sea la bestia la que tenga miedo al torero. No se torea al animal, sino que se le vocea, y la maestría se mide por la habilidad del matador de llevar al toro blandengue sin que se caiga. Una tauromaquia ruidosamente sostenible que propicia triunfos derrotados por el olvido. Nadie se acuerda de un solo lance de la mayoría de últimas Puertas Grandes, mientras muchas ilusiones viven aún en el recuerdo que dejó a Navalón un pablorromero manso en Pamplona. A esta falta de memoria contribuye el consumo de alcohol, elemento clave para la diversión y las cuentas del empresario, quien lo promueve hasta hacer de Las Ventas el Kapital del toreo. Así, si en la algarera plaza de Tetuán de las Victorias el paseíllo se daba envuelto en el humo del aceite de las fritangas, en la moderada plaza de Madrid de hoy, los actuantes comparecen en loor de gintonics. Se impone la tiranía del hombre-pegado-a-un-gintonic sobre el toro, que bien se manifiesta cada vez que se permite abandonar el ruedo durante la lidia para liberar plácidamente la orina etílica.
La tauromaquia estúpida está de moda y la Fundación Toro de Lidia (por alimentar lo "underground español"), Roberto Gómez (por ir de gañote) o Luismi el Chatarrero (por conservar su legendario donjuanismo) lo celebran, aunque Leopardi advirtiera que la moda es la hermana pequeña de la muerte. Todo es apariencia, imagen. La tauromaquia está pasando de ser el arte de lidiar los toros al arte de postearlos. Da igual lo que se realice y cómo en el ruedo, pues ya vendrá una pluma cursi a decir que se rompieron relojes o que el Etna volvió a entrar en erupción cuando tal figura dio nosequé pase. Es más importante lo que se cuenta por la (a)crítica que lo que realmente acontece. Y tiene aún más influencia lo que se comparta por el móvil. La sobreexposición mediática de la tauromaquia produce un superávit de opiniones que, como la nieve, lo iguala todo. El valor de una faena ya no está en sí misma, sino en su repercusión telecomunicada. Y cuando todo se iguala, todo vale nada. Hay hoy toreros de culto viral que decepcionan en el ruedo, exactamente como cuando uno lleva meses ilusionado con su crush a base de conversas a través de una app, viviendo en sus posts y reels y todo se desvanece al encontrarse en persona por primera vez. No estaría de más un Bumble taurino, donde los matadores, a través de vídeos y fotografías, sedujeran a posibles fans, quedando ligados por un flechazo virtual. ¿Cuánto quedará para poder votar y decidir desde el sofá, la tumbona o La Moncloa si se debe conceder o no un apéndice?
Ahora, es también la tauromaquia estúpida aquella en la que resiste una afición que, como el navegante del filósofo Neurath, rehace el barco en alta mar, con la ilusión de conservar el rito original. Recogía Sloterdijk que se había caracterizado alguna vez a las civilizaciones como el resultado de una lucha permanente entre el recuerdo y el olvido. Lucha ésta en la que está la tauromaquia, con una afición que trabaja porque el arrecife de la tradición del Toro fiero, íntegro y que infunde temor no sea anegado por el mar del olvido. En un nuevo San Isidro, el aficionado espera cada tarde el milagro de ver Torear y no tener que bajar él, a pesar de que muchos se lo pidan con malicia.
Entre tanta estupidez y estupor, al menos queda la certeza de que en Las Ventas la corrida muere cuando la tarde cae como una sombra sobre el reloj del tejado de la plaza, para que la ilusión se renueve.
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