Julián López, "El Juli", se ha despedido (por el momento) de los ruedos tras veinticinco años como matador de toros. Su trayectoria abarca la historia de la España que "iba muy bien" de Aznar a la "Frankenstein" de Sánchez, de la séptima Copa de Europa a la Negreira League, y del esplendor de Tomás a los indultos de Esaú. Casualmente, sus veinticinco años de matador coinciden con un vertiginoso declive social, político, moral e intelectual en España, y también, y aquí es lo que se viene a defender, causalmente, con una de las mayores decadencias acaecidas en la cosa taurómaca.
Nadie duda de que Julián ha mandado mucho, y como prueba de su "poderosidad" ahí está su última tarde en Las Ventas, toda una demostración de "mando y ordeno" sobre el planeta de los toros. Su despedida de Madrid se anuncia y requeteanuncia desde una turra mediática de flabelíferos (a-)críticos alabándolo al unísono, sólo igualada por la de los periodistas patrios con Messi y su Mundial. La empresa Plaza 1, que remolonea con el vergonzoso estado de conservación de la plaza, se vuelca en avivar la brasa y dedica al de Velilla la mayor exposición a un torero en Las Ventas, sin ser torero "de Madrid", y habiendo salido una sola vez por la Puerta Grande, como Morenito de Maracay, entre muchísimos otros. La presidenta de la Comunidad de Madrid y otros gerifaltes políticos y taurinos también obvian el deterioro material de la plaza, pero pontifican la muestra: "uno de los toreros más importantes del último siglo". Todo queda así dispuesto para que triunfe en el primer festejo de la Feria de Otoño, por lo que pudiera pasar después, y en sábado, día por excelencia del canalleo madrileño de muñecas españolizantes y de comida, gin, puro, toros y disco-plaza, es decir, de público triunfalista. Simón y Garrido le disponen también unos Lisarnasios, bóvidos grasosos, mansos y sin un ápice de casta, y facilitan que Uceda abra el cartel y lo cierre Rufo, dos matadores lejos hoy en día de poder buscarle las cosquillas a Julián. Así, su última tarde en Madrid es una bien orquestada profecía autocumplida para su segunda Puerta Grande, como uno de esos platos preparados que se venden en el supermercado, exhibidos durante horas tras el mostrador, con el mismo aspecto y presentación, igualados para todos los ojos y gustos, excepto el bueno, y de los que uno sabe indudablemente lo que esperar, para poder degustarlo despreocupadamente mientras se aciertan los paneles de La Ruleta de la Suerte.
Esa es la cantada "poderosidad" de Julián, un dominio burocrático (en los bureaus, despachos) y no taurocrático (ante el Toro), y que dice casi todo de su dimensión histórica, que la tiene. Pero antes de explicar eso, cabe subrayar dos condicionantes.
Uno, ha sido un matador que durante su carrera ha adolecido de lo que Sloterdijk denomina "legitimidad por aclamación", esa que fue inaugurada por Napoleón. Y es que a El Juli sólo lo han aplaudido, bien entrada su maestría, por la insistencia golfa de la amplia mayoría de juntaletras, diarios y revistas dedicados a lo taurino, careciendo siempre de tirón popular, de renombre socialitero y de atractivo para el aficionado.
Y dos, que lo que los juligans y la crítica oficial ensalzan de su figura es que "ha mandado", que ha sido "el torero más poderoso", o "un mandón del toreo". Y es más, defienden que ese "haber mandado", por sí solo repele ante su retirada toda crítica y atrae toda loa. Porque "ha mandado", no debemos criticar a Julián, dice la "crítica" (otra prueba de su mucho mando). Para todo el régimen, el valor de la cosa juliana está ahí, en el mando ejercido. La tauromaquia se convierte así, como la política desde Hobbes, en una cratología, aunque primitiva. Desarrollando esta idea, la dimensión histórica, el valor histórico o no de lo juliano, en todo caso, habría de determinarse a través del análisis del modo de ejercer ese poder y de los resultados de su mandar.
En cuanto al modo de ejercer el poder, ya comentada su soberanía en los despachos, atenderemos a qué estilo frente a qué toro. El estilo juliano se basa en un temple prodigioso aplicado desde el más nítido des-toreo, el del des-cuelgue (su tronco se desploma hacia delante asemejándose a una alcayata), la des-carga (cuerpo de perfil y pierna descaradamente retrasada) y la des-pedida (la posición corporal alejada del toro y el movimiento engendrado despiden al animal hacia fuera, lo más lejos posible, ya sea la M-30, el Guadalquivir, la Estafeta o el Gangoiti). Esto es, en las antípodas del toreo clásico. Su faenar es como el de un pintor callejero que vive del amaneramiento de sobar y sobar la acuarela para producir una y otra vez el mismo paisaje, sin emoción. No obstante, este estilo de gran temple, pero bufo, grotesco e impuro ha sido tan cacareado por los revistosos que, contribuyendo a esta época de decaimiento de la afición y crecimiento del público bisoño, le ha servido para triunfar por todas partes, salvo en Madrid, única oposición encontrada a su "poderosidad". También ha sido un benefactor clave en su poderío el toro que ha elegido tener delante. Primordialmente, un bóvido bobo, chico, blandengue y, preferiblemente, mono-encaste, buscando la casta mínima, o arrebatándosela. Su oponente no ha sido el necesario para demostrar su cacareado "poder", sino que ha sido un toro al que "cuidar" en los primeros tercios (la era juliana también coincide con la progresiva insignificancia de la suerte de varas) a fin de que llegara en modo "colaborador" a la muleta. Con Julián, el toro supercomercial (especialmente vendible e inteligible) ha pasado a ser un toro superbobo (especialmente asequible y previsible).
En este punto, mención aparte merece su manera de ejecutar la suerte de matar, el julipié: o cómo "aliviarse" mediante un horrendo brinco al hacer la estocada, como un salmón saltando río arriba. Todos convenimos en que en la estocada, el diestro se expone al máximo riesgo si se ejecuta con verdad el complejísimo gesto técnico que conlleva. Pues bien, en el julipié, por tanto, se incumple esta geometría de la verdad y del bien, y se concentran toda la ética de la trampa y la estética de la fealdad julianas.
Con respecto a los resultados de su mandar, lo que deja El Juli afecta gravemente a los dos protagonistas de este rito, toro y torero. En los de cuatro patas, ha colaborado con ahínco y voluntariamente en mutilar su riqueza y variedad. Tras su paso y mando por el planeta de los toros hay menos ganaderías y menos encastes. Lo decía él mismo: «el toro más difícil es el que no te deja expresarte artísticamente». Y claro, a ver quién, pudiendo no hacerlo, elige lo difícil y lo que "no te deja expresarte artísticamente". Lo minoritario, a extinguir. Sobre los de dos patas, ha creado escuela, la Juliana. Ahí están para corroborarlo los Roca, Castella, Perera, Luque, Ginés, Lorenzo, Rufo o Esaú, y tantos y tantos jóvenes novilleros devenidos en burócratas que aplican con total previsibilidad las reglas de El Juli. En todos ha calado el ansia de mandar como él, y la forma más eficaz es imitándolo. El sueño es triunfar y mandar, da igual cómo, es decir, no importa torear bien. La lección juliana es que el toreo es un igualdá. Con esta propagación de lo juliano desde la posición de Leviatán de Julián, se ha convertido al ritual (lo que está cargado de significado, lo significante) en una rutina (lo insignificante). Ha hecho de la tauromaquia, una buromaquia.
Así, podemos concluir todo lo anterior y afirmar que lo que nos lega el mando de El Juli, lo que otorga a su figura esa dimensión histórica, es una contra-tauromaquia. Si suponemos una línea fundamental de la tauromaquia, un fundamentalismo tauromáquico, sería la de una ética basada en el obrar bien (Torear bien), desde la que obtener, en contadas ocasiones y, sobre todo, con el Toro-Toro, la emoción estética. Es decir, lo verdadero es el único camino hacia lo bello. Pues bien, la obra del de San Blas ha ido a la contra, o más bien, contra todo ello. Su legado, podría decirse, no es valioso, es contravalioso: lo falso es el único camino hacia la deformidad (el poder).
Hasta nunca, Julián. Esperamos que tu legado se borre pronto, porque, como dijo Chesterton, "las falacias no dejan de serlo aunque se conviertan en modas".
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