Como salir de un combate. La tauromaquia, etimológicamente, es la lucha del hombre con el toro. En el devenir histórico, el luchar se convierte por medio del arte en un lidiar, y la tauromaquia en el arte de lidiar los toros. Pero, últimamente, predomina otra concepción de ésta, alejada de la seriedad de la lucha e inmersa en la algarería de cualquier otro espectáculo en directo. El toro ofrece poca o nula adversidad y lo que debía ser un combate, se queda en un simulacro festejado en la despreocupación del público. Se ha pasado de la emoción de lo verdadero a la celebración de lo simulado. Por suerte, hoy, gracias a la mansedumbre (una maravillosa condición del toro de lidia que comporta imprevisibilidad), y a la inteligencia y valor al faenar de tres hombres (Castella, Ureña y Chacón), se ha devuelto a la Fiesta taurómaca a su vertiente más original, la de la lidia. Por eso, hoy, agotados por la emoción dejada en la plaza, la sensación es como de salir de un combate, de una lucha real a muerte, en la que, claramente, podemos decir que ha ganado el hombre. Hoy, es un día para sentirse orgulloso de ser hombres.
No obstante, hasta el cuarto toro, la corrida iba por el derrotero de ese tedio que es parte de la piedra venteña, con tercios de varas desapercibidos (salvo por un Guernica en el tercero) y un desfile de Victorianos blandengues, móviles, y de hechuras eclécticas, como deformados por la visión de un cubista: uno escurrido y cabezón, otro anovillado, regordío y ameninado, y otro ensillado, sin culata y sin cara. Hasta el cuarto toro, sólo había destacado un quite por verónicas ceñidas y templadas de Ureña, del que salió trastabillado y teniendo que buscar guarida hacia tablas, al que respondió Castella, destacando una larguísima larga cambiada llevando al toro embebido en los vuelos hasta un final que parecía no llegar. Por lo demás, el francés ofreció en el primero su neo-toreo de lejanías en lo mollar y cercanías en lo superfluo. El murciano estuvo firme frente al segundo que soltaba la cara y la lengua, como queriendo lamer el aire descontaminado del Madrid Central de Almeidón. Y Ginés Marín, ante el manso tercero al que arrojó descaradamente al relance sobre el caballo de guardar, exhibió toda su incapacidad para con el toro-no-bobo, y su inteligencia para abreviar. Los tres mataron mal.
Así, con conversaciones mundanas entre bostezos, de repente, ¡zas!, la mansedumbre se presentaba en todo su esplendor.
Irrumpe Devoto de Cortés, un voluminoso cuerpo negro alto y largo, de 626 kilos. Huele la arena y parece cavilar, se frena frente a los capotes y se lo vuelve a pensar. Castella lo pone frente al picador y recibe un primer puyazo breve del que sale suelto hasta toriles. Comienza entonces el toro la circunvolución del ruedo de Las Ventas recibiendo seis picotazos más, alternativamente en la querencia y en la contraquerencia. En los fugaces lances del matador con el capote, se intuye cierta casta, yendo el toro muy largo y humillado. El diestro dirige al picador, pero nadie manda sobre el manso, que se pasea por el ruedo como Roberto Gómez por el callejón, sin que nadie lo atienda. Se dispone todo para las banderillas y, en medio del barullo, José Chacón anda con su capote hacia el toro, que se le viene en un arreón, lo coge al vuelo y lo deja fijo con un lance larguísimo, consiguiendo lo que nadie antes había conseguido, parar, templar y mandar sobre el manso. Qué gobernante no querría un consejero que con un solo gesto le diera todo lo necesario para ser virtuoso. Pero el manso es fiel a su comportamiento y continúa yendo suelto hasta que, de nuevo, Chacón lo fija con dos capotazos a cuál mejor, enseñando el manso encastado que intuíamos. Para el gran y arriesgado par de Viotti, Chacón cita al toro en largo, se lo deja llegar corriendo hacia atrás, el manso apretando y arreando, el lidiador aguantando para, en el momento justo, encontrarse toro y capote en un lance larguísimo y quedar el semoviente inmejorablemente colocado. Esta brega de Chacón será más recordada que cualquier faena del que se despidió el sábado de Madrid. Castella ha visto al toro gracias a su subalterno y, sin dudar, se viene al 7 e inicia su faena por bajo con gran mérito y enorme emoción logrando parar y mandar sobre el enorme y huidizo cuerpo negro. Sigue con la derecha, mandando sobre el manso y llevándolo por donde el hombre quiere, aunque en las formas neo- habituales de este torero. Gana en las siguientes series la mansedumbre sobre la casta en el toro y baja también, quizá por ello, la actuación de Sebastián, acentuándose sus formas ya descritas. Alcanza la lidia otro punto álgido con un cambio de mano a la zurda muy largo y en el que el animal va toreado. Cierra, desafortunada y desacertadamente, con unas bernardinas. Pincha dos veces y, en la segunda, el toro lo hace hilo, pero ahí está otra vez el capote de Chacón para quitárselo. Mata de estocada desprendida y atravesada y da una merecida vuelta al ruedo.
El quinto, Andaluz, sale de toriles también pensándoselo, quizá aún más, si cabe. Camina parsimonioso, para que podamos comentar sin prisa toda su altura, su poco cuello y su gran badana. Se detiene en las líneas de cal, con miedo a cruzar, y muestra auténtico terror ante los capotes, de los que huye hasta toriles. Canta la gallina. Qué mansazo. Casi imposible de picar, pasa incontables veces por los terrenos de los dos picadores, quienes administran cada vez un picotazo con la puya. En una de esas, el manso hasta realiza un recorte a la vara. El toro es olímpico, por la cantidad de vueltas que da al ruedo. Mientras, Castella está ausente como director de lidia, y Ureña que, para desgracia suya, no lleva a un Chacón en su cuadrilla, las ve venir. Eutimio, el presidente, denota incomodidad ante tanto manso (se le ve más tendido hacia la cosa orejil y eutímica) y tarda centurias en sacar el pañuelo rojo. Banderillas negras para el toro, primeras desde el legendario Cazarrata de Saltillo. Los banderilleros sufren de lo lindo ante los arreones de Andaluz, y sufre aún más Eutimio, que cambia súbitamente el tercio. Ahí sale Ureña ante el mansazo, entre voces de "¡mata eso ya!", y acompañado por un sentimiento de compasión despertado por el hecho de que le tocara en mala suerte semejante animal. Y ahí va Ureña y le da la vuelta a todo. Se sale desde toriles hacia los medios torerísimamente, llevando al toro metido en la muleta por bajo, andándole hacia atrás. Inicio para el toro, sin aspavientos ni efectismos, de verdadero lidiador. Sólo con eso, todo cambia. Un toro que no había recibido un pase, sin picar, incierto, inédito frente a una tela, de repente, por la inteligencia de un hombre, sigue los engaños y se vuelve inteligible. El sentimiento en el público ahora es de expectación. Ureña continúa la lidia en los medios, con firmeza pasmosa en varias series por ambos pitones enseñando al toro por dónde y hasta dónde ir, tirando de él, templando los arreones, anticipándose a ellos, tragando paquete en los cambios de pecho, acoplándose a cada topetazo, cada vez diferente, a cada frenada o a cada venida del mansazo. Muchísima emoción, por lo incierto y violento del toro y por la perseverancia y valor del torero, que se queda inmóvil en el sitio donde los toros cogen. El pitón descontrolado rozando la pantorrilla, la ingle y el torso y todos ellos firmes, confiando en la mano y la muleta que sostiene. Todo parece mentira, resulta increíble que esté toreando a ese toro. Con la batalla absolutamente ganada al animal y de forma inesperada, Ureña se inventa un cierre de faena hacia el tercio con muletazos y trincherazos por bajo hondos y largos, también de emoción, que ponen a la plaza en pie. La faena queda para el recuerdo como la más inteligente de las que ha realizado en Madrid. Entra a matar y recibe un pitonazo en el pecho que lo deja bocabajo sobre la arena. Se levanta mientras el manso huye hasta llegar al 5-6, donde Ureña vuelve a perfilarse y deja una estocada recibiendo algo desprendida. Tras varios descabellos y dos avisos, muere el toro y el torero da una vuelta al ruedo de ley.
El sexto toro, basto y feo, sirve para reafirmar el bluff de Marín y su sinvergonzonería, junto a la del Presidente Eutimio, "Timi", privándonos de un tercer puyazo a un toro que, en el primero, derribaba a caballo y picador, y, en el segundo, hacía una gran pelea metiendo riñones y empujando hacia fuera el acorazado. Cosas de la tauromaquia simulada.
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