"Palcos exigentes. No al triunfalismo", rezaba la pancarta entre aplausos, mientras la vista se iba de forma no deseada a un culo expuesto que se interponía entre la reivindicación y nuestro asiento. Quizá Eutimio padeció una distracción similar ayer y, claro, dependiendo del tipo de culo que se pose en la mirada, uno puede sacar el pañuelo azul, el naranja y hasta el de los mocos con tal de seguir mirándolo. En ese ambiente, como hemos dicho, reivindicativo, por un lado, y alcoholizado, por otro, se levantaba en la plaza la tarde del viernes con un vendaval de esos del mes de mayo en Madrid. De los que se llevan por delante cualquier prognosis de los meteorólogos del cambio climático y de los que hubieran podido conducir a la locura a D. José María Fernández Egea de hacer girar y girar a toros en el arrastre. Nos acordamos de ese poema de Pessoa que decía algo del viento como sonido abstracto que nos dice que la mejor virtud es estar en silencio. Algo que podrían aplicarse todos los presidentes (y, a veces, también el público).
Y fue un airazo racheado el que condicionó en gran medida lo visto en el ruedo y el que hacía difícil valorarlo desde el tendido. Clima muy desapacible que recibía a seis toros de Juan Pedro Domecq para Daniel Luque, Ángel Téllez y Francisco de Manuel. Es irónico que haya tenido que venir la de Juampedro para ver, en apariencia, al toro de Madrid, lo que quiere decir que no habrá trapío ni casta cuando haya por ahí figuras de pitiminí. Corrida, por tanto, seria, bien presentada e igualada, con toros que se han ido sin picar al arrastre y que, en general, hasta entonces han mostrado justa fuerza, todo bondad y alta movilidad para hacer el toreo, el neo-toreo o lo que uno quisiera. Dos de ellos, los de Téllez, Verderón y, sobre todo, Teatrero, además, han mostrado complicaciones de interés (¿casta?) que han pasado para los tendidos desapercibidas o arrastradas por el aire. Eso sí, por tercera tarde consecutiva, el primer tercio ha sido un simulacro y es como si no hubiera sucedido.
El viento, decíamos, determinaba las actuaciones de los tres matadores. Gracias a él, Luque ofreció lo más emocionante con un recibo a su primero con la muleta casi enrollada en su antebrazo y él quieto en un palmo de terreno, sin enmendarse y rematando con un trincherazo. Luego, en sus dos toros, exhibió esa maestría cantada por los revistosos, que en realidad es esa corrección que encontramos en las carreras por la banda de Lucas Vázquez, en las columnas del ABC de Garrocho, o en la cortesía con la que atiende un empleado de El Corte Inglés. Nada chirría, nada de interés, nada de emoción. Puede haber ahí un relevo de El Juli. Estuvo bien Luque como director de lidia.
También el viento recogía el capote de Téllez y lo ceñía tanto sobre su cuerpo en una gaonera en la que el primer toro, de Luque, confundía entre persona y tela y el matador se llevaba un trompazo que lo enviaba al hule. Luque, en ánimo difícil de explicar, respondía con un quite. Téllez reaparecía en el cuarto, con el que no se acoplaría, y tampoco con el sexto. La razón podría ser por el golpetazo, el aire, o el apoderamiento de Simón Casas. Agradecer, no obstante, la figura siempre erguida de este torero, de frente al toro y su pata p'alante. No soltaremos ese clavo ardiendo al que nos adherimos el San Isidro pasado.
Francisco de Manuel vino con todo hecho en su cabeza o en la de su apoderado y se empecinó en aplicarlo de obstinada manera, hasta que el aire le fue sacudiendo todas esas ideas. Y todo realizado desde un descargue y descolocación que chocaban con el grato recuerdo de su última actuación aquí.
Del presidente, hoy, podemos decir que ha sacado el pañuelo blanco hasta en cinco ocasiones para dar aviso en cinco toros. Y hoy, seguramente gracias al viento, no ha habido ningún pañuelo azul.
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