El pasado domingo, 8 de junio, en el despertar de la noche, se informa de que la policía visitó varias veces el Hotel Wellington para pedir explicaciones, inauguradas con el clásico policial: "cabayero, cabayero", al matador (de toros) Morante de La Puebla por el tumulto y los atascos ocasionados por su multitudinaria salida a hombros de Las Ventas.
Dícese también que quien dio el aviso a los guripas fue una vecina, bajo el pretexto de que parte de la masa humana que venía de la plaza de toros alcanzó la entrada del citado hotel e inundó el Caracas madrileño con indecorosos gritos que aclamaban a un nombre vulgar, de apellidos sin guión: "¡JO-SEAN-TONIO, MORANTE DE LA PUEBLA!", lo que, o sea, impedía a la denunciante conciliar temprano el sueño el día antes de una seguro que intensa jornada laboral de cosas importantes en su aún más importante agenda de cosas importantes, porque en los putos áticos se oye todo, tía, sube todo el ruido de la calle y es que no, saes, que quieres ponerte en la terraza a ver el último directo de la Riverss y se mezcla su voz con los pitos de los coches que es la mejor forma de escucharla. Sofía Bono, se imagina, era la denunciante, hija pequeña de José Bono, egg-presidente del Congreso, egg-ministro de Defensa y egg-presidente de Castilla-La Mancha, a la egg-que este regaló un ático de doscientos sesenta metros cuadrados en la calle Velázquez, anteriormente propiedad del genial futbolista Ronaldo Luís Nazário de Lima. De Nazário a Bono, las dos estirpes que progresan en nuestro país: futbolistas y élites del Estao, con los toreros como comparsa, dando sentido y excusa a la historia.
Sin más, quedaría así nítidamente retratada la realidad social y política de España, pero se estima oportuno ahondar en ello.
Con ese "cabayero, cabayero" a Morante, sería la segunda vez en esa tarde-noche en que se haría presente el Estado en su función de policía, siguiendo la división clásica de Jordana de Pozas. Antes, el Estado se había presentado en forma de ausencia de su más alta institución, su Jefatura, su símbolo de unidad y permanencia, el Rey, que no tuvo a consideración, él o el jefe o jefa de su casa, de sentarse en palco real de Las Ventas y presidir la corrida de Beneficencia. Pensamos que S.M. tendría seguro algo más importante que atender, ya fuera preparar moderadamente a conciencia el discurso inaugural en la entrega el lunes del “Premio Princesa de Girona Internacional 2025”, o discutir con su esposa Leticia, creo que Sofía ya tiene la madurez suficiente para saber que si hoy cena McDonald's (pronunciado en un inglés tan artificial como exquisito), le esperará una dura semana de brécol con patatas cocidas, así que por favor, no la prohíbas decidir la colación, pero el caso es que el contraste entre el gentío que arrastraba al héroe popular y la soledad del palco real vacío en la foto de Botán era abismal, como de dos mundos que discurrían en paralelo, separándose. El Estado abandonaba y censuraba a su pueblo en la tragedia de Paiporta y lo ignoraba ahora también en lo lúdico, en el juego más propiamente español: la fiesta de los toros. El Estado, a través de su Jefatura, se mostraba realmente anti-nacional y anti-taurino.
Luego se haría efectivamente presente el Estado por primera vez cuando esa jornada dominguera de los antidisturbios, que seguramente consistió hasta entonces en vibrar con la remontada qué cojones, macho, qué huevos, este está para venirse al entreno de músculos recónditos un lunes de resaca de Alcaraz, se vería interrumpida por la llamada a la acción porque el primer espada de hoy ha cortado una segunda oreja y saldrá por la Puerta Grande, cambio. Y allí se dirigieron a la explanada exterior y al interior de la Monumental de Madrid, instruidos por algún esbirro del delecalbo del Gobierno, a ordenar la salida a hombros del matador. Todo correcto, hasta que la turba, toda a una, como la masa de Canetti, se arrojó calle Alcalá arriba con la intención de portar a su dios hasta su pesebre. No se puede consentir y, a la altura del restaurante Los Timbales, tocaron silbatos y detuvieron en seco el avance de una juventud de aspecto fachilla, de porte anacrónico, de estilo tradicional. No se puede consentir que en una demostración popular como esta se abandonen en la calzada zapatillas de esparto, y no quede perdida ni una chancla o Birkenstok que reclamar o sacar en portada en El País. Queda la sensación de que nada se cortaría si una exigua muchedumbre de charos y malasañeros hubieran sacado a Broncano a hombros del pirulí el primer día en que hubiera superado en share (ʃeər) a Motos. Las calles de Madrid se pueden cortar varios días para rodar el último bodrio de Casanova que sólo irá a ver Urtasun, pero si es para llevar a un torero a hombros, no se puede consentir. Otra foto arrojaba, de nuevo, una diferencia epocal: tan sólo tres policías a caballo escoltaban en 1957 la subida por Alcalá a hombros de El Litri, mientras que trece, cuatro de ellos centauros, a lomos de equigarcesaurios, esperamos, por la seguridad de todos, atosigaban a Morante y sus morantistas. Lo que nos ha traído democracia son más policías en las salidas a hombros.
Como decíamos, con un parece que reiterado "cabayero, cabayero" al matador en el hotel se haría presente el Estado en su función policial por segunda vez ese día. En este caso, parece que eran esbirros de Almeida, ese alcalde que, de ser torero, le arrebataría ipso facto a Marco Pérez el título de "Ugly", lo que quería decir que se personaba ahora el Estado en su forma municipal y que, en el Madrid pepero, es prácticamente indistinguible de la autonómica. El Estado al completo, central, regional y local presente para reprimir la expresión espontánea y pacífica de su pueblo. Hipócritas que llenan el callejón y son incapaces de vaciar momentáneamente la calle para que pase el triunfo. ¿Dónde estaba Roberto Gómez, el hombre-para-todo, el Luca Brasi de Plaza 1 y la CAM, esta vez? Se dirigían unos policías municipales al torero que acababa de triunfar, a solicitarle no sé qué explicaciones, como si fuera ya no sólo un contenedor emocional, como la ciencia política ha visto a Hitler, sino la pura forma encarnada de lo popular, que es, como estudian los policías en la oposición, el mal de que deben proteger al Estado. No son policías, son exorcistas de lo popular. No se pueden tolerar manifestaciones espontáneas, algarabías naturales que nazcan del pueblo, sólo las firmadas por el delecalbo o Almeidón, censores de lo espontáneamente correcto. Y menos aún se debe permitir celebrar al héroe, un torero que besa la bandera de la Patria para más inri, que surge por aclamación popular, ni siquiera decidir quién es, elegir a quién aclamar. Eso lo decide el Consejo de Administración de RTVE. En España se puede destrozar la habitación del Parador de Teruel en plena psicosis covidiana, pero no se puede llevar a hombros a Morante hasta su hotel. Es demasiado peligroso para la democracia-que-nos-dimos-entre-todos.
En estos estertores del Estado social y democrático de Derecho, la policía ya sólo sirve para proteger al propio Estado de su propio cuerpo social, sus ciudadanos, y cuidarse de que toda reacción popular sea debidamente encauzada y dirigida hacia formas asumibles, digeribles y manipulables por su maquinaria político-mediática.
El torero, héroe del pueblo, Estado mediante.
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