(Paréntesis 1: El que escribe estas líneas hubo de abandonar su localidad a la entrega del despojo a de Justo, por lo que lo que leerán a continuación no incluye la, para algunos, apoteosis de lo acaecido en el sexto toro, Milhijas, y Borja Jiménez, ni la, vista desde el sofá en la pantalla del móvil, deshonrosa salida a hombros del ganadero, y uno puede llegar a concluir que la vida es justo eso que fuerza a perderse el último toro de la tarde en Madrid).
(Paréntesis 2, en el que recuperamos lo dicho el año pasado: Esto de las "In Memoriam", latinajo que satisface la gusa de haute culture del liberalio que puebla de gintonics la sombra, no es sino otra treta marketinera de Domb y Garrido para colgarse el No Hay Billetes, posicionarse en cabeza de carrera para el Premio Autonómico Ayuser de Tauromaquia y, sobre todo, para que se hable del sujeto objeto de la "In Memoriam" y se exagere la actuación de los sujetos, bípedos y cuadrúpedos, de hoy. Y vaya si lo consiguen).
Muestra meridiana de que los toros sólo se pueden ver en la plaza es que, en una de esas miradas que uno echa al reloj de la plaza empujado por el deseo de comprobar si las manillas han corrido lo debido, se podía ver, en el cuerpo ladrillesco que emerge a su derecha por encima del tejadillo, una escalera metálica, probablemente adquirida en una gran superficie oriental o del extrarradio, dispuesta al revés y apuntando hacia el cielo claro y abrasador de Madrid.
Justamente lo que ha sido la corrida de Victorino de hoy (hasta Milhijas).
Una escalera al revés inclinada hacia el cosmos puede entenderse, desde arriba, como que la hubiera preparado Vitorino padre para descender con su diente dorado centelleando como un cometa y, bien, arrancar con lógica furia los horrendos carteles que engalanaban las barandas de los vomitorios con una imagen suya de perfil, como si fuera el logotipo de un Hogar del Jubilado o el dibujo que podrían haber trazado un par de entregados jóvenes ninis a la causa psoecialista para decorar el cartel de cabeza de una manifestación por la subida de las pensiones, la cara de Vitorino y un "Quien roba pensiones, lo pagará en las elecciones", o, también, haber descendido por esa escalera y arrear un soberbio capón a su hijo al prestarse este a salir a hombros y ahondar en la pantomima amoral del triunfalismo imperante tras haber echado un encierro de toros, sí, serios (siempre sin abrir la boca, como si guardaran sobre la lengua el óbolo que han de entregar al morir), pero desigualmente presentados, algunos blandos y discretos en casta, listeza, malicia y bravura, salvo el lote, con matices, de de Justo, Garduño y Milhebras; asimismo, se puede comprender esa escalera al revés, desde abajo, como la mejor representación de las actuaciones que han montado hoy los coletas y sus cuadrillas, con las que quieren elevarse al cielo de Madrid haciendo prácticamente todo al revés de como siempre se ha ganado ese cielo, tres coletas, además, "de Madrid", que realmente son "de Madrid, plaza de provincias", sin ningún compromiso por llevar a cabo una lidia ordenada y para el toro y con todo el afán de excitar a la turba bolinga para el corte de casquería.
Esa escalera al revés es la realidad de la Fiesta hoy, en la que cada peldaño que se hace ver que se sube, realmente se baja. Una escalera hipócrita, hacia la decadencia, en la que podría subir-bajar Benny Hill disfrazado de torero y entre ovaciones. Un espectáculo en el que se pretende montar lo histórico desde la farsa, a partir de la mentira. En el que se prima hundirse en el triunfo, rápidamente olvidado, sobre el escalar a la gloria del recuerdo. Lo aparente (decadente) sobre lo ético (elevado). Así, si lo de hoy de Borja y Milhijas es histórico, lo de Morante será para muchos la supra-historia, la meta-historia, la historia de la historia del toreo. Será histórico por encima de lo histórico. Ya sabemos que el fin de la Historia no viene por el triunfo a escala global de la democracia liberal, como erró Fukuyama, sino que vendrá por el triunfo de Morante sobre las ruinas de la tauromaquia.
En esas ruinas, merecen una mención especial los picadores a lomos de los corceles de la cuadra de Equigarce, ya bien conocidos como Equigarcesaurios. Si la política de nuestro régimen del 78 se ha destapado como la guiada por las ansias y fetiches de penetración de una oligarquía, la tauromaquia pende ahora mismo de la saña y la maña con la que los varilargueros penetren en el cuerpo del animal desde su más o menos contundente strap on. Nos debatimos entre unos picas errejonianos o Bonijol. Del mínimo reglamentario de doce puyazos que debían recibir los toros hoy, no ha habido uno solo, al menos, en los diez primeros, digno del oro que llevan en su chaquetilla. Los han dado en la paletilla, en el brazuelo, hombro o costillar, en lo más hondo de su lomo, en la misma mitad de su columna, castigando excesivamente, masacrando, o, simplemente señalando en mal sitio, tapando la salida, barrenando, con el toro sin colocar, al relance, llevado por un subalterno, o metido debajo por otro, bajo las desórdenes de los tres matadores, en lo que podría ser, en libro, una biblia del mal hacer. Un buen amigo y aficionado dice que los picadores debían dejar el oro por el chándal, y, a poder ser, de táctel y estilo bolivariano, a juego con las afinidades de nuestros líderes políticos.
Ureña lleva, al menos desde 2019, debatiéndose entre confirmar a golpe de histrionismos la tesis de la espectacularización de Debord o Torear. A su flojo y escurrido primero lo aplicó un tesón que no merecía el animal ni nosotros. Una faena de manos blandas del animal y piernas musculadas del hombre, que exhibió en numerosos paseos entre series y en un espatarramiento que ya quisiera Koldo en alguna de sus conquistas disfrutadas con dinero público. Pasó lentamente fugaz algún buen natural en lo mollar y en el final genuflexo, que fueron como esa vocecilla de la televisión que te saca momentáneamente de la siesta para hundirte más profundamente en el sueño. Mató horriblemente quedándose en la cara con una estocada traserísima y atravesada. Con su segundo, acarnerado, alto, largo y descastado, compitió a ver si era más serio el toro o lo que él cansinamente planteaba. Empataron en aburrimiento. Se pasó otra vez de faena y mató, si cabe, aún más feamente, de golletazo.
De Justo, cada vez más incomprensiblemente requete-estimado por el público de Las Ventas, condujo bien por bajo hasta el medio la embestida codiciosa y emocionante de su primero, rematada con una revolera. La faena comenzó con Garduño parándose en mitad de la primera serie a olisquear una banderilla y terminaría igual, tras una ingente cantidad de pases punteados, enganchones, pajareos y voces, con el encastado toro haciendo lo que se le antojaba. Se entiende que, quizá, el extremeño actúe para contentar a los entregados fans que pueblan la plaza, como cantaba ese travestido, Ben, para el criminal Frank Booth, la excepcional "In Dreams" de Roy Orbison en Blue Velvet, y que de ahí su vulgar, pero obligada insistencia. Julipié para estocada trasera y caída sería su rúbrica. El toro cayó tragándose la muerte y se fue entre palmas. Desde este toro, hasta su siguiente, el quinto, pulularían por el tendido alto del 6 dos mujeres de azul eléctrico y fregona recogiendo lo que imaginamos sería el resultado estomacal que provoca lo que se ve en el ruedo a 35°C al sol. Milhembras, con unas armas en su testuz que ya quisiera la policía que atiza a nuestros jóvenes y mayores en Ferraz, sería el más encastado de la corrida. Recibiría una lidia de capea del divorcio, en la que disfrutamos de los andares tan ayunos de torería, como de camarero pajareando con prisas entre las mesas a la hora del aperitivo en el Balbino de Sanlúcar, de Morenito de Arlés. En la muleta de de Justo, el toro rompió a embestir con prontitud y codicia. Milhembras arrolló al matador, que no toreó ni una sola vez, y que usó la tela roja para quitarse de encima al torrente de casta. Pocas veces se comprendía tan nítidamente a la muleta como un escudo, un repelente de embestidas. Se pasó de faena de nuevo y mató, perfilándose en largo, arrancando con la pierna derecha y saliéndose, de estocada atravesada que, junto al amor de sus feligreses y la pasión de los mulilleros-peseteros, le valió un despojo.
Borja Jiménez se olvidó de que estaba en Las Ventas en su primer toro. Actuó como si lo estuviera haciendo para Encabo y Arnás, esto es, para el público acrítico de la TV. Pasó olímpicamente de la lidia, se dejó al toro crudo y planteó una faena sin estructura en la que fue incapaz de aprovechar la veintena de buenas embestidas de Bohonero. Culminó su nefasta obra ensartando al toro de lado a lado con el estoque.
Sin verlo con Milhijas, creo que las dudas sobre su compromiso con la verdad se mantienen.