En esta calurosa tarde de viernes se ha comprobado que el taurinismo puede convertir a un púber de diecisiete años en un viejoven plúmbeo de treintasiete, en la common people de la canción de Pulp, y que, sin el guantazo avergonzante de Madrid en público, no habría freno a la adolescencia permanente en que se quiere sumir a la Fiesta Nacional. Se persigue hacer de la tauromaquia un espectáculo simple, inmaduro, se pretende homogeneizarlo todo, igualarlo todo, como la nieve que cubre por igual a una grúa y a un Equigarcesaurio, para asegurarse y aumentar el control sobre la rentabilidad pecuniaria del espectáculo. Sólo se soporta -y se esquilma- la diferencia de alguien como Morante en tanto arrastre masas de morantistas a llenar las taquillas virtuales, pague las vacaciones en Torremolinos de los reventas o supla la falta de historias de los escribientes taurinos.
El taurinismo ansía juventud peneque y nesciente en los tendidos, es decir, sustituir al hombre en edad adulta y al jubilado sobrios e incómodos por exigentes (otro Gran Reemplazo), y, en el ruedo, marionetas de toros y toreros. Uno se imaginaba hoy a Marco Pérez colgando de esos hilos del títere, como los del cartel de la película "El Padrino", y recordaba lo que Vito Corleone decía a su hijo Michael poco antes de morir: "pensé que cuando llegara tu momento, serías uno de los que maneja los hilos. Senador Corleone. Gobernador Corleone. Bueno, no hubo suficiente tiempo, Michael".
Con diecisiete años uno puede ver El Padrino por vez primera, ir al Burger King y disfrutar de un Big King XXL con amigos mientras intenta con poco oficio (no todos somos Luque) llamar la atención de aquella chica que le gusta, pegarse una viciada a la videoconsola, hacer unas copas en casa aprovechando que sus viejos se han ido a pasar el finde a la Sierra, leerse algo de Marwan, de Pérez Reverte, o de Melville (eso ya depende mucho de la biblioteca familiar), encerrarse en su cuarto a estudiarse los movimientos rítmicos de su mano, o, siendo de Salamanca, y con cierta inquietud arquitectónica, puede hasta irse a ver la magnífica cúpula del Palacio de Congresos construida por Navarro Baldeweg, o también puede dejar que decidan por él que va a matar en Las Ventas seis novillos de las temibles vacadas de FuenteYmbro y El Freixo, y que ello se vendiera como la mayor gesta acaecida en el planeta de los toros desde aquella tarde de 1914 de Joselito y los siete de Martínez.
Con una carrera prehecha, hecha y rehecha por taurinistas, llegaba así Marco Pérez por primera y última vez a Madrid como novillero con picadores, en solitario, último niño prodigio de la cosa táurica, y hoy lo que hemos visto es a un burócrata del destoreo, de la trampa, de la contra-tauromaquia de El Juli, esa en la que el lema es: "lo falso es el camino hacia la deformidad (el poder)", con la disposición y el valor necesarios, pero sin nada que decir. Ha sido ver a la expectación no decir nada, callarse a lo extraordinario y chillar a lo corriente. O peor, asistir a una indiferencia ensordecedora, sólo acallada por los gritos de mujeres al ser desarmado y volteado. Lo que se ha visto hoy ha sido el vivo retrato de la crudeza por la que un régimen taurino desalmado utiliza a un niño para lucrarse a través de una tauromaquia canalla, que hace de la mentira, la verdad.
Con unos novillos que no se comían a nadie, justamente protestados por su presentación y descastados en su mayoría (salvo el tercero, con complicaciones, y el quinto, con casta, ambos de Gallardo), Marco Pérez ha dejado un recital monótono de vulgaridad, de escasa templanza, de urgencia juvenil y retranca senil, de ausencia de frescura y olor a cerrado, como el de esa camiseta que deja el adolescente en la silla tras un par de puestas y se vuelve a poner, de cites descarados con el pico de la muleta, de estar descaradamente descolocado y de perfil, de lanzarse a los bureles allá donde no le agobien, de empezar por Castella, seguir por Perera, y terminar por Roca y un julipié, de derechazos y más derechazos, de pasecitos del culito, de escasos naturales y de nula enjundia, de arrimones pueblerinos, de toreo creepy, Pufo y en las antípodas de lo clásico, de expresarse con numerosos flequillazos, como los que veíamos en Roca ayer y que hace muchos años vimos en Raffaella Carrà (para que luego se insulte a la afición de Madrid por su falta de decoro, imagínense qué pasaría entre el público si en Mestalla, Vinicius en sus 18 años, cada vez que regateara con éxito o recibiera una falta, pegara uno de esos cuellazos mirando a la grada), y de dar más de una decena de pases mirando al tendido, tantos, que se ha podido llegar a pensar en que cada uno de ellos podría ir dirigido a sus novietas o que, simplemente, le molestaba algún folículo capilar sobre su frente y que, entonces, va a ser más relevante hoy para los toreros el peluquero que el mozo de espadas, porque Marco Pérez, espada, todavía no tiene (no ha dado una sola estocada digna de tal nombre). En su haber, que la tarde no le ha pesado y que, incluso, ha ido espabilando con el paso de los toros, que ha dejado un firme quite por gaoneras y un vistoso galleo del bú, y que ha vuelto a la cara del toro, sin mirarse, las dos veces que ha sido lanzado por los aires por el quinto de la tarde.
De lo que no ha sido el novillero, Prestel ha hecho un quite providencial en la salida del tercer par del primer animal, el segundo novillo, de Gallardo, ha derribado dos veces al Errejón-hecho-centauro montado por Alberto Sandoval, y Rafael González ha sido empujado a la arena por el quinto juvenco antes de morir y ha caído como los borrachos de las Corralejas.
Un hombre de cuarenta y cinco años lo dice todo haciendo el quite del vaso de plata y un chaval de diecisiete pega flequillazos y no dice ni mú. Ahí está la cosa.
PD.: viendo lo que han demostrado los novilletes de El Freixo, cabe dudar de la capacidad para controlar su producto de Julián, que aspira a ser "el mejor ganadero de la historia", sea eso lo que sea.