- Macho, otra vez de toro el Mateo, no, que siempre se viene al bulto. ¡Mateo, tío, embiste bien, eh!
- ¡Qué dices, que yo no quiero ser un domecq! Para eso no hago de toro nunca más, que mi padre dice que el toro tiene que dar miedo y no lástima.
- (Abriéndose a un lado con la muleta en la derecha) Venga, Carmencita, tú vigila que el listo del Ximo no le pegue un chaquetazo y me lo quite.
- El toro pa'l poble, Tinín, que ahora vas de enterao y luego bien que te gusta que lo pare.
- A nosotras traednos unas pipas para no aburrirnos y ya, si eso, presidimos como Dios manda. ¡Puerta, torilero!
(Sale Mateo y se va al bulto, como siempre).
Unos niños jugando al toro en Paiporta. Por ruedo, el lodo; por burladero, un biombo de escombros; por muleta, un trapo rojo; y por montera, todo un país. Había pasado la gran tragedia de este siglo y de sus vidas y ahí estaban, como si no hubiera pasado el tiempo desde que Díaz-Cañabate contaba deliciosamente cómo jugaban al toro en el Paseo del Prado en 1910. No cabía más España en la imagen. Si se hubiera inundado, por ejemplo, Birmingham, los niños, aún en su mayoría musulmanes, jugarían al hide and seek; si el agua hubiera sepultado el quartier de La Calade en Marsella, se vería a niños, también musulmanes, divirtiéndose haciendo parkour sobre las ruinas; o si la riada hubiera alcanzado, que sé yo, el barrio europeo de Bruselas, los niños se estarían manifestando airadamente junto a González Pons contra el cambio climático; pero había pasado en Valencia, en España, y los niños jugaban al toro.
Tras los días de inacción estatal deliberada y los minutos de ese domingo para la historia en el que tambaleó sobre el barro todo un régimen, hasta que el rey dio la jeta institucional y posó sus manos arbitrales y moderadoras calmando a la turba, salvando su legado y haciendo que búmeres, liberalios y derechones conserven la paja que se hicieron en un bote junto al Título II de la Constitución, tras todo eso y gracias a esa imagen de unos niños jugando al toro, nos sentimos como Odiseo: volvíamos a casa, nos re-civilizábamos. Siguiendo lo que recogía Sloterdijk de que las civilizaciones son una lucha permanente entre recuerdo y olvido, tras la riada, quedaba sedimentado y expuesto en unos niños aquello que somos. Se preguntaba Novalis que adónde vamos y se respondía que "siempre al hogar". Ahí estaba, en esos niños, nuestra casa, nuestro pueblo, el pueblo español, pero no ese ente abstracto en el que reside la soberanía y que sirve para las fantasías eróticas de un locuaz turolense con los libres e iguales de la diputada Cayetana, para que la fábula federalista se haga realidad, o para que Gustavo Bueno se cagara en él, con razón, por su indefinición. No, no era ese pueblo. Era el pueblo hecho niño, niños, vecinos y amigos, la verdadera patria, la más inocente y, para una cantidad significativa de compatriotas, seguramente, lo más a la ultraderecha del extremismo más reaccionario. Era emocionantísimo. Ante eso, en qué grado sumo de paria queda quién, como Pablo Iglesias, se regodea en decir que la patria "son los hospitales, los colegios, los servicios públicos donde se garantizan nuestro derechos". No es que pierdan el relato, es que la verdad habla, se cuenta sola naturalmente por encima de esas historias fabricadas. Y la verdad es que esos niños eran pura España. Eran esa españolidad eterna que emerge ante la más grande adversidad. El ser-español se extrema en las dificultades. En esos niños se reconocía a Cabeza de Vaca, a Blas de Lezo, a Elcano, eran el Imperio, la Monarquía Hispánica, eran el Real Madrid, eran un Barsa descendido, un Laporta con Negreira y Puigdemont en prisión, en ellos no había periodismo, ni desinformación, ni infoxicación, ni "lodocracia", ni sermones de Évole o Wyoming, en esos niños no se programaba cambiar el coche por la bici, el hogar por el co-living, la carne por el escarabajo marroquí, la tauromaquia por la zoofilia, el matrimonio por la unión, la familia por El País, o los niños por las mascotas, no; en esos niños estaban todos los españoles, toda España; hasta se vislumbraba meridianamente que de alguno debería salir el nuevo Joselito El Gallo que devuelva la tauromaquia a su ser.
Y esa patria es lo que quiere hundir un régimen, el del 78. No se olvidará la línea horizontal del fango sobre las fotos de familia, de niños, en las paredes de los garajes de Valencia. Ahí quedará para siempre retratado este régimen, como el que ahogó al pueblo español. Porque uno espera que caiga esta oligarquía de oligarquías y que, cuando lo haga, el retrato de esa nueva transición que sustituya a la mierda de El Abrazo, sea una pintura de esos niños jugando al toro en Paiporta.
Que no se olvide: si nos viéramos desde la Estación Espacial Internacional, esto es, como Colón se imaginó el globo, y la nave continuara dando vueltas y vueltas a la Tierra hasta el fin de la Historia, siempre habrá por ahí un español, con un trapo rojo, toreando al destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario