Morante cortaba un rabo en Sevilla y abril se hacía julio. Una caló tumultuosa le aupaba, bajo el cielo del Guadalquivir, a él y a cincuenta y dos años de peso; y emergía, aún más por encima, un niño. Aviado como vestiría con cincuenta y dos años para ir a un mitin de Moreno Bonilla, pero un niño. A toro pasado, para algunos, lo sobresaliente es que el muchacho no graba con su móvil lo vivido, hundiendo a los búmeres en la nostalgia de su infancia sin brechas digitales. Para el que escribe, ese niño es una fiel representación del aficionado.
Todo está lleno de hombres, pero el niño, exento de la masa, observa y disfruta, en solitario, de lo histórico. ¿Cuántas veces hemos estado solos dentro de la muchedumbre?
Lo observa absorto y elevado, desde arriba, cerca de lo cenital y lejos de las cursíforas de Zabalita, pues sólo desde las alturas es posible rozar, de vez en cuando, lo real. ¿Cuántas veces nos han dicho: "¡Baja tú!"?
Aparece en lo alto, como un atlante de la Puerta del Príncipe, embelesado en una meditación muscular. Su mano agarra la piedra y su brazo resbala aferrándose a la columna, al pilar que sostiene lo reservado para el triunfo. Una postura en la que parece no sólo soportarse, sino también soportar la gravedad de ese pilar y aliviar así su carga. Comparte el peso del éxito, como un Cristóforo de la tauromaquia. ¿Cuántas veces hemos tenido que soportar el cargante tedio para descargarnos con el triunfo?
El rabo cortado por Morante llevó a ese niño a las alturas de esa columna y aupó con él toda la ilusión de los aficionados. La afición es ese niño ilusionado, más grande que Atlas, que soporta para disfrutar. Subía Morante y la tarde caía en la esperanza. ¿Cuántas veces hemos ido a la plaza con la ilusión de que un buen día podría ser?