sábado, 7 de mayo de 2022

Sánchez Vara

Sánchez Vara, el que cazó a Cazarratas


Francisco Javier Sánchez Vara es de Guadalajara. En esa oración cabe toda su existencia y, con otros nombres, la angustia existencial de todo guadalajareño.

La de Sánchez Vara es la historia de cómo el empecinamiento en triunfar en una empresa, la taurómaca, termina en un fracaso exitoso que muestra que la esencia precede a la existencia, y la naturaleza, a la cultura, aliviándonos a los de Guadalajara de nuestra peculiar desazón existencial.

Sánchez Vara tomó la alternativa cuando temblábamos con el Efecto 2000 y suplicábamos por el fin de nuestra soberanía monetaria. Nacía en el s.XXI un matador de toros del s.XIX, deslocalizado, pues lo hacía en la patria del encierro por el campo, donde el valor oscila entre dos números: el de varazos propinados al lomo del burel y el de botellines acumulados en el lomo del Patrol. Su naturaleza hablaba: el cuerpo, bajo, recogido y con la elasticidad suficiente como para haber sido garrochista en la Tauromaquia de Goya; el rostro, dominado por unas orejas que, como flabelíferos del Estado, lo abanican todo hacia el centro, coronado por una aguzada nariz (la de Rivera en la política); y un estilo tosco, en el que pesa más el esfuerzo que la armonía, sin mucha elegancia al modo del hombre mundano, ni al del torero. Un hombre que podría haber estado recibiendo a Mr. Marshall, pero que eligió ser matador de toros.

Como decíamos, Sánchez Vara se hizo matador en Guadalajara, un universo tan diminuto que su representación a escala 1:1, a pesar de lo que decía Borges, sería útil. Y, precisamente, esa universalidad enana de Guadalajara hizo que uno de los primeros mozos de espadas de Sánchez Vara fuera mi mejor amigo a unos bisoños dieciséis años. Mi compadre recorría junto a Sánchez Vara ese misterio de universo guadalajareño que casi cabe en un libro de Cela y en el que, a la vez, caben cuatrocientos cinco pueblos, pedanías y entidades inferiores. En Almoguera, Trillo, Villanueva de la Torre, Sacedón, Pareja o Cifuentes, Sánchez Vara era incubado culturalmente como torero.

Tantos toros mató en la época dorada del ladrillo, que pronto lo recibió la cátedra venteña. Primero, con un éxito de fútiles efectos para sus aspiraciones ante uno de Alonso Moreno, y luego con un sonado malogro. En ese tránsito del pueblo a la ciudad, en ese éxodo rural que todo guadalajareño hace algún día, Sánchez Vara fracasó. Fue un Palha de premio, Rabosillo, el que hundió a Sánchez Vara en la senda de la leyenda.

Decía Platón que, en las grandes culturas, los hombres no pueden ser lo que no obstante son por naturaleza. Pero, dicho a la antigua, ¿acaso puede un hombre realizarse sin obedecer a su propia naturaleza? Sánchez Vara, a raíz del palhazo, parece que comprendió su esencia (de lidiador) y abandonó la incubadora cultural para autodomesticarse. Autodidactismo a vida o muerte, llama Sloterdijk a eso de existir.

Y en ese momento, de rebelión contra su cultura, de hacerse según su naturaleza de lidiador, paradójicamente, desapareció el hombre y comenzó la leyenda. Si la rebelión es la esencia del ser humano, decía Camus, Sánchez Vara es nuestro humano más humano y una leyenda viva.

Sánchez Vara fue, es y será el hombre que cazó a Cazarratas. Nunca hubo ni habrá tan inasumible emoción generada por la naturaleza de un animal. El de Saltillo fue el toro más Toro que jamás verán los Amones del callejón (porque no lo vieron). Quinientos tres kilos en la báscula, una mota enorme en el centro de un infinito infierno blanco, The Terror, y una mirada más pesada que el vacío y más viva que la vida. Nietzsche hubiera dejado a su caballo de Turín por este Cazarratas, el animal que habría devuelto el esplendor de la selva ante el avance total de la civilización castrante. Cazarratas cavilaba como un muñidor y perseguía a todos los peones como Hacienda a todos los contribuyentes, hasta ese hogar que son las tablas. Hoy: No taxation without agitation. Y en ese ruedo salpicado de rehiletes negros, capotes y gorrillas saltó Sánchez Vara. Ahí fue el hombre hacia el animal. Nueve pases pudo asestarle antes de coger la tizona. Nueve encuentros para encontrar su verdadera naturaleza. El viejo de Hemingway necesitó la alta mar y un pez espada, Ishmael, embarcarse tras Moby Dick, y Sánchez Vara precisó de Cazarratas para entenderse, aceptarse y saber que requiere del toro que ya apenas hay. Lo mató a la primera y dijo que estaba "toreao". Así nació el último héroe de nuestra España y ha ido creciendo su leyenda a base de lidiar corridas a 4.315 metros de altura en los Andes, de matar a Retas de casta Navarra, o de cargar con Jesús el Pobre en la Semana Santa madrileña.

Pero, de nuevo un solo toro, el noble Ciervo de Los Maños, como la lluvia de este abril, caló al hombre y disolvió la leyenda. Los toritos de hoy, con los que se plaga de vídeos la red de redes, no son para Sánchez Vara. Su naturaleza es fracasar con el toro boyante de esta época y hacerse eterno con la alimaña de épocas mejores.

Y es que si el hombre ha de lidiar con su propia naturaleza, el matador de toros ha de lidiar con dos: la suya y la del toro. La vida, como la tauromaquia, es domesticación, y Sánchez Vara es el domesticador por excelencia, el mayor héroe existencialista.

Stanislaw Lem atribuía a la humanidad el estatus de una insignificancia: si se arrojara al océano a la humanidad entera, el nivel del mar ni siquiera se elevaría la centésima parte un milímetro. Estoy seguro de que con siete mil millones de Sánchez Varas rebasaríamos esa centésima.

La leyenda del domesticador


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