Era un toro cárdeno de Miura de 620 kilos y era su última vez. Era el primer toro que pisaba el asfalto de Pamplona el 14 de julio y el número cuarenta y tres del año 24. De los cuarenta y ocho era también el único toro que salía por delante de los bueyes y alguien pensaría en que la bravura es relegar a la mansedumbre. Era un toro alto, como un buey, largo, como un buey, anguloso de carnes, de gruesa mazorca, algo astigordo y algo playero. No era una pintura, era un toro y no era para la educación de Ortega o Aguado, ni para la descortesía de Rey. Sería para Ferrera.
A las ocho en punto de la mañana muchos espectadores se frotaban los ojos. Se les alegañaba un toro. El humo del café quedaba suspendido entre la polvareda de Santo Domingo y el contraluz. Un toro por delante, la vida en suspenso y los glúteos en el aire. Si el encierro se puede ver sentado, asobinado a lo diputado en su escaño, ejerciendo el mandato imperativo con su mando a distancia, no es el encierro. Por vez primera en ocho días el televidente y el corredor compartían algo: esos instantes en que no importa nada más que lo que sólo importa, en que no hay nada más. La emoción que se había reprimido, se exprimía a zancadas. Tocotó, tocotó, diez metros el animal, tres el hombre. Tocotó, tocotó, la Cuesta se iba tendiendo a su paso. Tocotó, tocotó, el mundo se abría y miraba aliviado. Tocotó, tocotó, no había cogotes, riñones o bemoles, sólo calle y rezos, resoplidos o caídas. Tocotó, tocotó, avanzaba el toro y se desglobalizaba el siglo, nos sacudíamos de encima a nuestras élites crapulosas, nuestras miserias agrandadas, nuestras riquezas atenuadas, nuestro carácter europeizado, todos los paracetamoles, mascotas, profilácticos, escolaridades, veganidades, sostenibilidades, federalidades y complejos. Tocotó, tocotó. Tocotó, tocotó, no era Jena, era Pamplona. Tocotó, tocotó, no era Napoleón, no era la Historia a caballo. Tocotó, tocotó, era un toro.
Un toro corriendo como un demonio hacia su fin. Teleología telecomunicada. Avanzaba velozmente, pero más que prisa, había inexorabilidad en su apresurarse. Era ver correr a la muerte. Era un toro que corría, derrotaba, arrollaba, arrojaba por los aires cuerpos y gritos y que llegaba a la curva de Mercaderes con Estafeta. Saltaba hasta el último tablón y chocaba con Torrechiva. La imagen temblaba. Se acercaba a ese esperado día en que un Miura salte por encima del vallado, de las cámaras y de su realidad para subir suelto hacia la catedral de Pamplona y salvarnos por siempre. En 56 segundos no había sucedido otra cosa en el mundo.
Era un toro, Chirrino, con el que nos despertábamos por última vez.