Han derribado la estatua de César Rincón frente a la plaza de toros de Duitama, en su tierra natal, Colombia.
Han hecho falta, no un toro, sino media docena de hombres, un alcalde de apellido taurino, Bohórquez, una ley antitaurina y unos dos siglos de leyenda negra.
Han celebrado su caída, los artífices, alzando sus brazos en señal de victoria, pero tímidamente, arrepintiéndose, conocedores de que festejaban un triunfo efímero, pues Rincón volvió tras la voltereta y mató a Bastonito, o, incluso, una derrota existencial, conscientes de que era una parte de sí la que se desplomaba. Caía César, caía Colombia entera.
Han arrojado contra el suelo a un bravísimo matador de toros, a un torero irrepetible, al penúltimo ídolo de Madrid, al recuerdo de cinco Puertas Grandes inolvidables, a un buen hombre, y, con ello, se elevaban las letras de Vidal, las incontables charlas de aficionados sobre el coraje, la distancia o la verdad, y se levantaba el vendaval de la memoria de una grandeza casi olvidada, recuperada de lo recóndito, de lo más hondo de esa brecha que se abría en el suelo. Otra vez rugía Madrid. No ha sonado el desplome, sino un olé.
Han derribado la estatua de César Rincón, pero han levantado aún más su leyenda. La ligereza del derribo contrasta con lo pesado de lo derribado. Lo más ligero es, a veces, lo más pesado.
Hay cosas que no se pueden derrumbar. Precinten el lugar de la caída porque esa señal sobre la tierra colombiana será uno de los monumentos de una nueva Hispanidad.