Dice Lipovetsky que la realidad hoy es, ante todo, paradójica, y podemos sin osadía añadir que en España la realidad es paradójicamente extremada. Una realidad de lo español que se condensa en la Fiesta de los Toros, decía Pérez de Ayala, como se ha demostrado en el último de la tarde, pitado de salida, y ovacionado en el arrastre. Qué paradoja esta de que el toro peor presentado resulte en el más bravo ya no de hoy, sino de todo el mes de septiembre que, para Plaza 1, es el mes del "toro por excelencia", con lo que quieren decir que el resto de meses, en Las Ventas, hay otras cosas por excelencia, pero no el toro.
Sombrero, de Pedraza de Yeltes, de 597 kilos repartidos hasta colmar un cuerpo alto y largo, como de material rodante ferroviario, de pinta colorada y ojo de perdiz, pero sin cara. Al tren lo coronan dos pitoncitos que bien valdrían para una gesta rocareyera y que reciben oportunas y lógicas protestas. Para colmo, blandea en los capotes de matador y cuadrilla, momento en que la mente de los que hemos optado por perdernos el inicio del derbi madrileño de la corrupta Liga de Roures (un catalanista campeando y trampeando en la competición deportiva nacional más importante, otra paradoja) vuela hacia la plegaria por no tener que aguantar el show de Florito and The Berrendos y a otro animalejo que no sabíamos de que ganadería sería, ya que las cuentas de Simón y Garrido en cuanto al número de cuartillas blancas que imprimir con los datos de los sobreros, no han salido tan ajustadas como sus cábalas taquilleras, y faltaban por doquier. En ese vago pensar, discurre la lidia, y Gómez del Pilar coloca en largo al toro para el tercio de varas. Sombrero no duda y acude fijo y veloz a la cita con Sangüesa y su caballo. El puyazo cae trasero, pero la atención se desplaza, resbala y cae bajo el peto. Ahí están los dos pitoncitos del toro y, tras ellos, no sé, 597 kilos de pasta nuclear, un tren sin descarrilar queriendo atravesar una montaña, y todos los Newton que la imaginación pueda generar. El empuje sube hasta el tendido, se siente, pesa, provoca el aplauso, el apretar los puños, el exabrupto, el no pestañear, el verse con el trasero levitando sobre la piedra, la obligación inconsciente de liberar toda esa fuerza de algún modo. Fuerza que impide al varilarguero dejar de picar. Los cuartos traseros del toro surcando la arena en sentadilla perenne, el caballo arrastrado y el puyazo todavía dentro. Unos segundos para siempre, lo que siempre venimos a ver. Consiguen arrancar al toro del peto y el matador lo dispone, aún más largo, para la segunda vara, a la que acude y empuja con la misma bravura. Estamos aplaudiendo al toro, (qué cosa de frikis, emocionarse con un animal creciéndose en el castigo), cuando el señor presidente D. José Luis González González (qué paradoja, también, que tenga nombre de árbitro) saca el pañuelo blanco y se cambia el tercio. "¡Fuera del palco, fuera del palco!". Nos acaban de arrebatar la posibilidad de habitar un tiempo inolvidable, ya perdido en el sonar de clarines y timbales. "¿Qué hacer?", dijo Lenin: protestar, pero qué impotencia.
Sombrero sigue yendo a más, y lo muestra en el inicio arrodillado del matador, forzándolo a erguirse por la codicia con la que persigue las telas. La naturaleza diciéndole al hombre que no reniegue de su condición de bípedo. En toda la faena, es ostensible la bravura del toro, celoso de su terreno cuando Gómez del Pilar se adentra en él, humillado y comiéndose todo lo que le antecede. Embestidas acompañadas por el torero, que no torea salvo en algún natural suelto muy al final de una larga faena. El toro recibe una estocada que escupe entera mientras continúa persiguiendo todo lo que se le pone por delante, banderilleros, capotes. Descabella Gómez del Pilar a la primera y las mulillas se llevan a Sombrero, bajo una honda ovación y una desatendida petición de vuelta al ruedo.
De los demás toros, diremos que ha resultado en una corrida-concurso de descaste y fealdad (una Little Miss Sunshine taurina): un Partido de Resina irreconocible y de blandiblú; un lagarto con percheros de Samuel, noblote y sin fuelle; el Victoriano de hechuras eclécticas y que rompió en maquinita boba de embestir; una pintura de Peñajara que se convirtió en estatua tras los tres puyazos, excelente el primero de Peralta, en toda la yema; un novillo impresentable de Escolar, noble en demasía; y lo dicho arriba de Sombrero.
De la terna, destacar su disposición a lucir los toros en la suerte de varas y su mal hacer con los aceros. Serafín Marín sin decir nada; Rubén Pinar diciendo letanías desde la plaza de Felipe II y haciendo la alcayata en homenaje al que se despide el sábado; y Gómez del Pilar tendiendo hacia el neo-toreo de acompañamiento, las triquiñuelas orejeras y sin dejar rastro de aquel que se enfrentó a Milagroso de Escolar.