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El encierro de Pamplona. Pedro Armestre. |
Vienes en una estela de flashes. Aguanto, miro y sigo. Una mota negra. Vuelvo a mirar y sigo. Ya estás aquí. Miro, otra vez, y sigo. En los del Gas te tumbabas ayer y me desvelé en tu fotografía. Tengo la suerte de este instante y tú el sorteo de la tarde. Voy por el centro de la calle y una mano agarra mi brazo izquierdo mientras braceo sostenido por mi derecha. Estamos muchos, pero entre tú y yo no puede caber nadie. Nos une un vacío lleno de violencia, la existencia reducida a esa nada entre un bufido y un alma que corre delante. Todo lo mundano queda expulsado y el futuro con ello. Miro atrás y seguimos corriendo. No te puedo perder ahora que se caen a nuestro lado y levantan del adoquín el olor de la noche. Aprieto los dientes y abro la boca. "¡Vamos, vamos!". El suelo no resbala y la emoción no llega a la tele del bar, aunque es sin casta cuando se pierde esa señal. Abres paso tras de mí y yo a golpes para abrirme paso. Corres deprisa para morir y yo aún más para ser libre, porque en España uno sólo puede ser libre a tu alrededor. Antes de sentir tu testuz, mis piernas se enredan, y al caer te veo pasar como un rayo negro de punta blanca. Más colores, blanco y colorado, más negro y muchas zapatillas. He caído y he vuelto al mundo. Ruedo y ruedo y ruedo hacia la pared y, en el rodar, es el mundo el que gira, desquiciado, y pienso en la circunvolución del globo, en que Elcano giró y volvió para globalizarnos, y en el milagro de que haya seis toros de lidia por las calles de Pamplona en el globalizado siglo veintiuno. Gracias por estos diez segundos de libertad.